Diario ”La Nación”. Buenos Aires, lunes
15 de diciembre de 1997 |
Hipótesis de conflicto
Espinas en la paz de Canadá
En Quebec, junto a las murallas y frente al Chateau
Frontenac, se alza un monumento en honor a dos militares: el general inglés
James Wolfe (1726-1759) y el mariscal francés marqués Luis José de Montcalm
(1716-1759).
Fue erigido el siglo pasado, cuando era gobernador de
Canadá el conde de Dalhousie -escocés-, y reza en su frente: "El valor les
dio a ambos una muerte común; la historia, una fama común, y la posteridad, un
monumento común".
La cosa no tendría nada de especial, excepto por el hecho
de que los dos eran enemigos y cayeron en la misma batalla que, en 1759,
decidió la suerte de Canadá.
Wolfe, famoso por su pésima salud -reumatismo, cálculos,
tuberculosis, fiebre y, cuando navegaba hacia Canadá, un mártir del mareo-,
alcanzó a vivir después de la batalla sólo para enterarse de la victoria. Luego
murió, tras haber ganado para su país una de sus más brillantes joyas. Tenía
apenas 32 años y si sus heridas no lo hubieran matado, habría durado muy poco
más.
De aquella batalla de septiembre de 1759 quedó un
problema sin resolver: el destino de los franceses de Quebec y su decisión
categórica de mantenerse franceses y católicos, aun con una soberanía extranjera,
enemiga y -para ellos- hereje.
La presencia francesa en América del Norte data de
Francisco I, decidido hasta el punto de prescindir de la determinación papal de
asignarla a España y audaz como para afirmar que la habían descubierto
franceses 30 años antes que Colón.
El rey demostró su ingenio cuando -en otro contexto- le
demandó a Carlos V: "Enseñadme en qué parte del testamento de nuestro
padre Adán está escrito que esas tierras sean para Vuestra Majestad".
De hecho, no fue hasta 1608 cuando comenzó la
colonización en mínima escala, con la poderosa ayuda de los jesuitas desde
1625. Con la misma heroica y clásica santidad que caracterizó su orden: diez
mártires a manos de los indios iroqueses en los primeros 40 años. Su papel fue,
como siempre, decisivo.
A los colonos les costó habituarse a su nueva patria,
pero hacia los últimos años del siglo XVII ya habían asumido su esencia
americana y habían logrado que los colonos de Nueva Inglaterra vivieran en
"angustia continua, ininterrumpida".
"Del temor a los canadienses nació poco a poco el
patriotismo angloamericano; contra el invasor, contra el papista siempre
victorioso, contra el caballero canadiense y su guerra implacable."
Fue, en suma, este pueblo combativo y victorioso en
generaciones de batallas (1) el que se enfrentó tras la derrota con una nueva
realidad.
Su reacción fue tremenda. El año siguiente, Bernier,
testigo presencial, la consideró la más "terrible revolución" que
vería un francés de su generación (sic).
LA TRAICIÓN DE UN REY
Considerándose traicionados por el rey Luis XV, "el
bien amado", se anticiparon a los acontecimientos que se vivirían poco
después en Francia: "Dejaron de amar al rey" (Claude de Bonnault,
"Histoire du Canada franais",
Paris, Presses Universitaires de France, 1950, pág. 298).
Eran 65.000 y, frente a su sombría hostilidad, el
gobierno inglés optó por otorgarles prebendas y una situación de privilegio.
Les reconoció no sólo plena libertad religiosa -cuando no existían para los
católicos ni en Inglaterra ni en Irlanda-, sino exorbitantes privilegios para
la Iglesia -mayores que en Francia-, administración propia, mantenimiento del
francés (1774).
En la revolución norteamericana, respondieron al rey
Jorge, pero luego la expulsión de los yanquis leales por el gobierno republicano
empujó a éstos hacia Canadá, donde colonizaron el actual Ontario. El hecho fue
reconocido en 1791 con la división del país en dos: Alto (inglés) y Bajo
(francés).
Tuvieron que compartir su patria, y no precisamente con
amigos. Ya en 1837 comenzaron las revueltas y los levantamientos, y Papineau,
al frente de los grupos de "patriotas", proclamó la república. Fueron
derrotados. Las concesiones a los franceses, a la vez, indignaron a los
ingleses de Montreal, y tanto fue así que ellos también decidieron alzarse en
armas (1849).
Como resultado la capital pasó a Ottawa, en el límite
entre ambas etnias. En 1868 y 1885 los mestizos francohablantes participaron de
sendos alzamientos al mando de Riel, que fue ejecutado (2). Inmediatamente,
Honoré Mercier fundó el Partido Nacional Quebequés.
Cualquier pretexto fue bueno para reacciones
nacionalistas en Quebec. Ya se tratara del ingreso de Canadá en ambas guerras
mundiales o de la suspensión de un jugador de hockey sobre hielo (1945). En
1960 nació la Unión para la Independencia Nacional y, luego, el Frente de
Liberación de Quebec, que inició acciones terroristas.
El Partido Quebequés, partidario de la independencia
(1970), ganó las elecciones con su líder René Levesque (1976) y comenzó la
emigración de empresas y habitantes anglocanadienses. La cuestión de la
independencia está planteada en todo momento y no es ajena a ella la latinidad.
El viceprimer ministro Barnard Landry ha señalado al respecto: "Somos
latinos del Norte. Un brasileño ve con frecuencia las cosas como nosotros",
y planteó, a la vez, una relación más amistosa entre la América francesa y la
ibérica, como contrapeso de Estados Unidos.
LATINOS DEL NORTE
La simple idea de un país latino al norte del suyo eriza
a los norteamericanos, y ni hablar de esta propuesta. Muchos observadores, por
otra parte, han recordado en forma apocalíptica la interdependencia económica
entre Quebec y el resto de Canadá, "presumiendo que la separación política
cortará estos lazos con consecuencias calamitosas para todos".
"Pero ésta es una presunción arbitraria y no hay
razón para que ocurra" (Donald V. Smiley, "The Canadian Political
Nationality", Methuen, Toronto, 1967, pág. 116).
En todo caso, el último referendum sobre la independencia
perdió por poco más de medio por ciento (49,4%a favor, con asistencia del
94%).En realidad, ganó casi toda la provincia. Sólo en Oataonais y en Montreal
oeste -llenos de ingleses, perdió en forma (menos del tres por ciento).
Se ha empezado a hablar en Ottawa de una eventual
partición para evitar que aquéllos queden como minorías en Quebec, el mismo
argumento que se utiliza en el Ulster y entre los serbios de Bosnia. Los
separatistas esperan ganar el próximo o el siguiente o el otro, y así quedará
borrada la victoria inglesa de 1759.
(1) El recuerdo de esta época está bien vivo, como lo
testimonia el silencio elocuente de Hollywood sobre las innumerables victorias
francesas.
(2) Lo encarnó en cine F. C. MacDonald en 1939; Akim Tamiroff
personificó a otro mestizo. Para Hollywood, ¿quién más adecuado que un armenio
para representar un mestizo de Francia e India?
UN GESTO NADA DIPLOMÁTICO
Difícilmente la historia de la diplomacia registre muchos
antecedentes comparables a la audacia del general De Gaulle.
En visita oficial a Canadá, el presidente francés gritó
desde el balcón de la Municipalidad de Quebec: "ºViva Quebec libre!"
Este apoyo espectacular del líder de Francia a los nacionalistas el 24 de julio
de 1967 "provocó una ola de exaltación y enfureció al mundo
anglosajón".
Le Monde Diplomatique de enero de este año lo recordaba
como uno de esos hitos después de los cuales nada continúa como antes, en el
mismo nivel que la casi victoria separatista de 1995.
Pero si De Gaulle fue poco diplomático -y su gesto,
obviamente, muy calculado- había antecedentes peores de parte inglesa, como los
informes Durham de 1840-1841, para convertir completamente a los franceses,
"pueblo sin historia ni cultura". Con aquel fin y esta opinión se
unificó a todo el Canadá (1841-1867).
Al margen de las palabras, quedan los
hechos: el dominio socioeconómico y cultural de los anglocanadienses sobre los
canadienses francohablantes en Quebec ha sido absoluto hasta hace muy poco, y
la paciencia de los segundos se agotó hace mucho, sean cuales fueren los
pareceres y dichos de los políticos nacionales. .
Por
Narciso Binayán
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