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viernes, 9 de octubre de 2015

MARRUECOS 2012 PERDIDOS EN MARRUECOS

Perdido en Marruecos

Caminar por las medinas, mezclarse entre la gente, diluirse en el caos, respirar la historia. Crónica de un lugar del que no se vuelve igual
PARA LA NACION
Domingo 24 de junio de 2012


Es como la escena de una película: callejón árabe en medio de la penumbra. Ojos claros rodeados de velo oscuro. Ojos que me miran. Ojos que llaman. Ella quieta, como pintada en la pared despintada, protegida por su niqab, su velo islámico, mirándome como si alguien la hubiera parado justo en ese callejoncito, por el que ya ni siquiera pasan los años, apenas un hilito de luz, y ella ahí, es un segundo, pero la veo en ese pasadizo dentro de la medina, como una aparición, como un fantasma. Le digo a mi amigo Salim que se detenga: Salim me mira, habla poco español. Al principio no entiende y entonces repito la frase y es ahí que se detiene, y cuando vuelvo unos pasos y doblo en esa callecita transversal ya no hay nadie. Salim pregunta qué pasa. Le contesto que nada, que sigamos, y seguimos caminando por una callecita con puertas y negocios a un lado y otro; afuera deben hacer casi treinta grados, pero acá dentro de la medina prácticamente no llega el sol y siempre la temperatura son diez grados menos. O sea, la medina plantea otra realidad, otro tiempo y espacio. Marruecos de alguna forma me pierde. El árabe me confunde. Ya no sé qué es real y qué no. Las escenas dentro de la medina se multiplican, las caras se confunden, Salim ahora se llama Mohamed, Mohamed me lleva por las calles hablando un perfecto español, de un segundo a otro, Mohamed ya no está más, estoy solo, no sé si me encuentro en la medina de Fez, ¿o acaso es la de Tetouan?, aunque también podría ser Rabat, y por qué no Tanger. Miles de comerciantes se acercan a venderme cosas, hablan en árabe, gritan, Argentina, Messi, Buenos Aires, Messi. Mis ojos son como una cámara. Primeros veo mis manos que dicen como pueden que no, y después a ellos, que no entienden, o que fingen no entender, que me venden sus cosas, que me prometen curaciones, que me dicen que soy su amigo. Desde el cielo y por altoparlantes estalla una voz fanática, religiosa. Hora de rezo en la mezquita. Un segundo, una voz, y otra vez solo, confundido, en una calle que baja y sube a la vez. Se acerca la noche. Y entonces, un faro en medio de la oscura tempestad, una mirada serena y firme. Un guía dentro del caos. Un arquitecto para mi confusión. El antropólogo francés Jacques Vignet.
Un faro de conocimiento

Entonces entiendo que estoy en Rabat. Vignet y su presencia me lo confirman. Me invita a tomar el típico té a la menta marroquí en la terraza de un hotel con reminiscencias de los años 30. "El té a la menta es una costumbre muy típica de Marruecos. Es una tradición de hace un siglo o dos, traída por los ingleses. Implementaron la hierbabuena o la menta, y eso fue lo que lo diferenció del té inglés, porque la típica tetera marroquí, es la típica tetera inglesa". Exquisito. Delicioso. Sumamente adictivo. Muy dulce y con el sabor ácido y fresco y rebelde de la hierbabuena. Jacques Vinget me cuenta que nació en Francia, que es antropólogo y se encuentra radicado en Rabat, la capital de Marruecos. Trabaja como investigador para el Centro Nacional de Investigación Científica de Francia. No vive en un edificio lujoso. No. Vignet vive en la historia misma de Rabat. Tiene su casa dentro de la medina, ahí hace su vida, con su mujer marroquí y su hijo mitad marroquí y mitad francés. Entonces entiendo desde dónde habla Vignet. Desde la mezcla de culturas y el encuentro de civilizaciones. Vignet estudia la mezcla de culturas, Vignet es la mezcla de culturas. "Hace 15 siglos la población aquí era totalmente berebere. Luego llegaron los árabes con el islam, se establecieron, pero la gente en la zona de montaña se quedó con sus rasgos bereberes. Ahí, en las zonas de montaña, se sigue hablando berebere. Luego vino la colonización y en 1912 los franceses y españoles se repartieron el territorio marroquí: esta zona siempre fue la vía de pasaje, era un botín muy valioso. Los franceses tomaron mayor parte porque a ellos les interesaba exclusivamente quitar a los ingleses de esta zona." Le digo que me hable de la medina: esa forma de amurallar una ciudad para impedir que entre ni salga nadie.

Entre la gente. Paseo por un mercado en Fez, una de las ciudades emblemáticas de Marruecos
Entre la gente. Paseo por un mercado en Fez, una de las ciudades emblemáticas de Marruecos.
"En Marruecos, originalmente, las medinas estaban reservadas para los marroquíes, o sea, no se dejaba entrar a los europeos; esto era una forma de seguir manteniendo sus tradiciones, conservar la historia. Los franceses no querían tener nada que ver con los marroquíes, ellos venían aquí a dominarlos, a hacer dinero, negocios. Entonces: unos a un lado, otros a otro. Aquí en Rabat hay dos partes. La parte colonial francesa y, detrás de la muralla, la parte tradicional, lo que es propiamente la medina. En la medina hoy habita gente de clase media y baja, porque a la misma no se puede entrar en auto." Vignet también me muestra el Palacio Real, el Parlamento, algunas mezquitas. Me cuenta que los franceses pusieron como capital a Rabat porque antes la capital era Fez, pero pusieron al rey ahí en Rabat, donde podían tenerlo más cerca. "Rabat es una ciudad de funcionarios, a las 9 de la noche ya todo está muy tranquilo aquí, no es como Tanger, Tetouan, que siguen con el ritmo español."
La Ciudad del Refinamiento

Ahora lo tengo todo más claro. Llego a una pintoresca estación de trenes en medio de un barrio desolado con paredes pintadas y edificios abandonados. Un cartel dice que estoy en Fez. Hall central de la estación, hombre de rasgos árabes con su chilaba o túnica roja se me acerca preguntando que si soy argentino, y yo, sí, y entonces me recita una catarata de futbolistas: de Boca, River, Lanús, Racing, y se la hago más difícil y le digo que soy de Gimnasia de La Plata, y a ver qué contesta ahora: y el tipo me sale con que está en la B, y que el año pasado estaba Barros Schelotto. Me pregunta si tengo guía para conocer la ciudad y le contesto que lo acabo de encontrar. Sonríe. Me dice que se llama Salim y me da la mano.
Cruzamos la ciudad de Fez a pie. Lunes. Mediodía. Chicos que salen o entran al colegio. La ciudad con su movimiento, los puestitos en la calle, las bocina, las puteadas en árabe. Desde arriba, el sol nos latiguea como a dos nuevos esclavos. Me dice que dentro de la medina va a estar más fresco. Calle de tierra. Hotel de principios de siglo veinte. Me dice que es de confianza y que me puedo quedar ahí y entramos por un pasillo frío y oscuro y nos quedamos parados ante un mostrador de madera que, supongo, es la recepción. Salim aplaude una, dos, hasta tres veces. Esperamos unos minutos y nada. Salim grita algo en árabe. Al fondo del pasillo, de la oscuridad, emerge un viejo enfundado en una túnica blanca y con capucha. En las manos trae una toalla blanca doblada y arriba de la toalla las llaves de lo que será mi habitación. Enseguida parto con Salim hacia la medina de Fez. Entramos por el costado, por una calle que se encuentra en refacciones. Me habla de esas calles y callecitas y callejones, me dice que ahí dentro hay más de diez mil. Que ahí se filmó la novela El clon. A lo largo de todo el día me repite como tres o cuatro veces lo de El clon. Está orgulloso de que esa novela se haya filmado ahí dentro, pero más orgulloso está de haber hablado con los actores, porque sí, Salim también habla portugués. Vamos avanzando por una calle donde sólo se ven puertas. De a poco comienzan a aparecer negocios. De un momento a otro, sin darme cuenta, estoy metido en el corazón de la medina de Fez, con cientos de hombres que pasan a mi lado, con burros cargados de mercadería, con caballos que cargan cajones con botellas de Coca-Cola a un lado y otro. Pasamos caminando por cientos de negocios. Mi compañero-guía va metiendo la mano en algunas tiendas de amigos. Un poquito de pan por acá, un poquito de almendras por allá, y así va comiendo de todos los puestos sin que nadie le diga nada. Me llama la atención el primitivismo de una pollajería. Un hombre con un pollo vivo entre sus manos. Lo mete debajo del mostrador y hace un movimiento, un sacudón breve, y ya no más pollo vivo. Salim va saludándose con todos. Almorzamos en la cantina de un amigo de él. Pavo a la plancha, habas en aceite picante, berenjenas rebozadas. Pruebo unas aceitunas amarillas de un sabor primero picante y después suave. De postre, compota de zanahorias y frutillas con canela. Tomamos un café y seguimos. Me muestra una escuela coránica, después la universidad en activo más antigua del mundo, Al-Karaouine, que fue fundada en el año 859. Sólo si fuera musulmán podría ingresar.

Henna. Una mujer realiza un tatuaje
Henna. Una mujer realiza un tatuaje.
Y, por último, conozco la joya, el lugar por el que Fez es mundialmente popular: el zoco de cuero, donde se curten y tiñen de diferentes colores las piezas que después son vendidas a los marroquineros. Salim me lleva a ver a unos comerciantes de cueros. Me deja en la puerta del recinto y ahí un hombre joven, de campera de cuero, me hace subir unas escaleras y no para de hablar y decirme que aquí se tiñen y curten los cueros de cabra y cordero y vaca y camello, que se lavan rápidamente en el río, que después se pasan en cal por una semana para sacar la lana y el pelo y la grasa, porque después se trata con excremento de paloma para quitar el olor y ablandar, porque el excremento tiene amoníaco natural, y la piel entonces no tiene olor, y luego se tiñen con colores y tintes naturales: rojos con flor de amapola, marrón con cáscara de granada, naranja con gena, verde con flor de menta, y negro con col, y así se deja una semana para que absorba el color; después dejan secar dos o tres días y venden a los artesanos que hacen toda la marroquinería, que así se llama porque es de aquí, de Marruecos, y bajemos por aquí abajo, sígueme por aquí, aquí estamos, ¿y ahora qué quiere comprar?
Estanterías por todos lados. Camperas, zapatos, carteras, billeteras. Todo de diferentes cueros. Todo de diferentes colores. Quiere que compre algo, me insiste. Está cansado porque ya es casi de noche y es lunes y no es una época de mucho turismo. Supongo que ése era el convenio que nadie me avisó: él mostrar vista de los curtidores. Turista comprar. Turista gastar mucho. Le digo que yo no gastar mucho. Creo que se enoja. Me voy.
Abajo Salim se enoja con el hombre. Lo increpa diciéndole que no tengo por qué comprarle. Le toca el pecho con el dedo. Aquí la escena se confunde. Salim habla con el comerciante en árabe. Las luces de los faroles brillan, todo comienza a volverse oscuro, siento algo de frío. Creo que se insultan. Nos vamos. Salimos de la medina. Noto que Salim se queda mal. Me dice que las cosas no son así. Que no todo es vender y comprar y que no se le puede faltar el respeto a la gente. Le digo que no se preocupe, que entiendo la situación. Me grita. Se enoja conmigo en el medio de la calle. Me dice que no es así. Que todo está mal, muy mal. Que la gente no puede ser así. Tomamos un taxi hasta mi hotel y en el viaje no me habla. Se queda mal, pensando. Dice cosas en árabe en voz baja. Llegamos y él se queda arriba del auto. Nos damos la mano. La cosa no era conmigo, se disculpa. Y me dice que me quede tranquilo. Que no todo está perdido. Que mi equipo de Argentina ya va a volver a ascender. Y sonríe.
Un corresponsal español
Javier Otasu es un periodista español. Trabaja en una agencia internacional de noticias en Rabat, viaja por todos lados de Marruecos, entonces, quién mejor que él para charlar sobre la sociedad y la actualidad del país. Nos sentamos en la terraza de un café. La gente en Marruecos tiene la costumbre de sentarse en los cafés mirando a la calle. Por ahí ven pasar las horas, los días, la vida. Estoy de espaldas a la calle, mirando a Javier, que es el contacto que me dieron en Europa. Té a la menta de por medio, me cuenta que "en Marruecos se vive una crisis profunda. La mayoría de los servicios acá son caros, al final acá lo que es barato es comer, ir al mercado y comprarte comida fresca. El transporte también es barato. Se nota que hay descontento en la gente, la sensación es que la riqueza no está bien distribuida". Un viejo de cara triste y culposa se acerca a nuestra mesa y nos pregunta si queremos lustrarnos los zapatos. Como no sé hablar árabe le muestro mis zapatos. Javier agradece y dice que no. "Hay una delincuencia creciente, pero no tan fea como en América latina o el Africa negra. Esto está cambiando y mucho, hay robos en la calle, en los autos. Este era un país muy agrícola y ahora es un país más urbano. El sueño de cualquier marroquí es irse a Europa, y el que no, irse por lo menos del campo. La urbanización trae esa desestructuración. Eso del islam, del respeto religioso por la propiedad ajena, hoy en día, se ha perdido un poco."

Arco histórico. La Puerta Bab Bou Jeloud, construida en 1913, acceso principal a la medina Fez el-Bali, es conocida para los occidentales como la Puerta Azul
Arco histórico. La Puerta Bab Bou Jeloud, construida en 1913, acceso principal a la medina Fez el-Bali, es conocida para los occidentales como la Puerta Azul.
Viene un hombre con un saco lleno de maní pelado. Pone un papel en la mesa. Y sobre el papel deja una muestra gratis de un maní grande como una almendra. Se va por las otras mesas y hace lo mismo. Javier continúa: "Este año no ha llovido casi nada. Y esto, para un país como Marruecos, que depende mucho de la agricultura, que vende sus productos también en Europa, se va a notar en los precios y en la calidad de vida. Aquí lo que sucede es que al año que no hay lluvias, los volúmenes de inmigración en la ciudad se disparan. Marruecos, para Europa, es el niño aplicado de Africa, hace bien los deberes, porque le dicen ponte con una porra en la frontera y no dejes salir a nadie y entonces las autoridades marroquíes no están dejando cruzar a casi ningún africano que quiera salir de Africa para el lado del Viejo Continente".
Javier señala algo en la vereda. Me doy vuelta. Varias mujeres con velo en la cabeza. Le pregunto por ese tema, porque la verdad que no lo tengo muy en claro aún. Tengo diferentes versiones y entonces Javier me da la suya: "La cuestión del velo, durante la primera mitad del siglo XX se fue abandonando. Era algo más asociado a las mujeres del campo, y las mujeres de la ciudad, se lo quitaban como símbolo de liberación. Ahora estamos en un proceso de volver a lo musulmán, a lo de antes, esto es el revival de la religión, porque las mujeres vuelven a usar el velo, el respeto del ramadán (ayuno diario), se compra mucho más material religioso por las calles. Hasta el propio lenguaje de los marroquíes está cambiando: la gente, antes, atendía el teléfono y decía aló, y ahora dice salam, que es un típico saludo musulmán".

Deslumbrante. La puesta del sol en Tetouan, ciudad que es patrimonio de la Unesco
Deslumbrante. La puesta del sol en Tetouan, ciudad que es patrimonio de la Unesco.
Y cómo es el tema del matrimonio con las menores. Cuando estoy allí en Marruecos, salta en los medios el tema de Amina Filali, la joven de 16 años que se suicidó por verse obligada a casarse con su violador. "El matrimonio de menores aquí es ilegal, pero hay varias maneras de sortear la ley. Hay dos derechos: el derecho occidental, que es el romano y que rige todo lo que no es familiar y sí lo que es civil, y luego está el derecho familiar, todo lo que es matrimonios, herencias, divorcios, relación entre hijos y padres, y eso depende de la legislación islámica. Son derechos paralelos. Lo que sucede es que la ley dice que el matrimonio de menores está prohibido, pero a partir de los 16 se pueden casar. En el Ministerio de Justicia se le puede dar carácter legal a algo que, en teoría, es ilegal. Hay un vacío legal muy grande con respecto a eso. Si se casa alguien con una menor y hay cuatro testigos hombres y nadie se opone, entonces le unión es legal. O en el campo, como cuando una menor tiene pechos grandes y ellos consideran que ya puede procrear, y si puede procrear, también puede casarse. Y esto está en el inconsciente colectivo de la gente, y dime, ¿quién va a oponerse entonces si todos en un pueblo están de acuerdo con esto?"
Y la pregunta queda flotando en el aire de la incomprensión. Nos damos la mano, un abrazo, le agradezco por el soporte técnico-social-periodístico. Me quedo sentado solo terminando el té a la menta. Pido otro. Doy vuelta la silla y me quedo esperando el té y mirando a la calle. Es de noche en Rabat. De a poco la medina de mi conocimiento, esa fortificación cerrada que hay en mi cabeza, va abriendo sus puertas. Me traen el té a la menta. Dulce, el sabor ácido y fresco y rebelde de la hierbabuena. Creo que nunca voy a dejar de estar en Marruecos. Todo el tiempo me estaré perdiendo en sus calles, llegaré una y mil veces a la estación de Fez, cruzaré fronteras, seguiré sin entender el árabe, el viento desértico me dará en la cara, volveré a visitar en sueños ciudades como Tetouan o Tanger, un taxi me dejará otra vez en el medio de la ruta, en el medio de la nada. Siempre estaré un poco perdido, perdido en Marruecos.
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Viajes extraordinarios

Desierto marroquí, primera estación de una serie para descubrir otros mundos
PARA LA NACION
Domingo 06 de enero de 2013
Siento, de repente, que el dromedario se hunde a medida que camina y sé, sin necesidad de mirar hacia el suelo, que acabamos de entrar al desierto. El paso de la dureza de la tierra a la suavidad de la arena es inconfundible. Dejamos atrás las calles marrones de Hassi Labiad -el pueblo del que salimos, ubicado a orillas del desierto- y nos adentramos en las dunas de Erg Chebbi, una de las dos regiones arenosas que tiene el Sahara en Marruecos. Avanzamos despacio, en el desierto no hay apuro; los mismos marroquíes lo afirman cada vez que repiten su lema, cual mantra, a los recién llegados: "¿A dónde vas tan apurado? La prisa mata, amigo".
Mohamed, nuestro guía, camina delante de la pequeña caravana -somos dos viajeros, uno en cada dromedario- y va siguiendo el sendero de huellas que él mismo dejó en tantas otras ocasiones. Para un recién llegado, el desierto puede parecer un paisaje monótono: un inmenso mar sin agua, toneladas de arena volcadas sobre la tierra sin un orden aparente. Pero para Mohamed, que nació y vivió en ese mismo desierto como nómada hasta los 10 años, cada duna forma parte de un mapa que él conoce de memoria. Si bien el desierto es, tal vez, uno de los lugares más inhóspitos del planeta, para él cada visita es un regreso a casa.
Paisaje de ensueño. Una caravana ingresa en las dunas de Erg Chebbi: punto de partida de un itinerario sorprendente. Foto: Aniko Villalba
Paisaje de ensueño. Una caravana ingresa en las dunas de Erg Chebbi: punto de partida de un itinerario sorprendente. Foto: Aniko Villalba
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Mohamed tiene 22 años y habla perfecto castellano; tan perfecto que por momentos me hace dudar: ¿no será un español que se está haciendo pasar por marroquí? No, Moha está orgulloso de ser un bereber. Los imazighen (como se denominan en su lengua) son las personas pertenecientes a un conjunto de etnias autóctonas del norte de África. Habitan desde el océano Atlántico hasta Egipto, desde la costa del Mediterráneo hasta el Sahel y su nombre significa "hombres libres". Moha usa la típica vestimenta bereber: una djellaba azul (una túnica holgada con mangas largas y capucha) que le hizo su abuela y que perteneció antes a su padre, y un turbante de siete metros de largo, necesario para proteger su cabeza del calor del desierto.
Miro a mi alrededor y me resulta fascinante saber que Moha nació acá, en esta zona de dunas que se extiende 22 kilómetros de Norte a Sur y 5 kilómetros de Este a Oeste. Durante nuestras charlas me cuenta que cuando tenía 10 años su familia decidió establecerse definitivamente en una casa de adobe en Hassi Labiad, a pocos metros de la entrada al desierto. Si bien era muy joven cuando se fue, jamás olvidó todo lo que aprendió durante su infancia: sabe cómo cuidar a las cabras y a los dromedarios (un trabajo no menor, ya que una familia nómada puede llegar a tener 200 dromedarios, 300 cabras, varias ovejas y burros); sabe dónde encontrar el agua que el desierto oculta bajo la arena; sabe atravesar el desierto a oscuras y orientarse mirando las estrellas; sabe predecir una tormenta de arena (y, más importante aún, sobrevivir a ella), sabe qué o quién ha pasado por cada duna; sabe cuándo es momento de levantar caravana e irse a otro sitio.
Que él sea nuestro guía no es casualidad: lo conocimos en el albergue donde nos estábamos quedando, a pocos kilómetros de Hassi Labiad, y le pedimos que nos llevara a conocer el desierto. Aceptó enseguida, no era su primera vez: Moha trabaja con turistas desde los 14 años. Cuando su familia abandonó la vida nómada él fue cuatro años al colegio, pero como sintió que no aprendía nada, dejó. A partir de ese momento comenzó a trabajar con extranjeros y el contacto humano se convirtió en su mejor escuela: aprendió a hablar francés, inglés, castellano y algo de japonés, alemán e italiano sin usar libros ni audioguías. Conoció a personas de todas partes del mundo, sin salir jamás de su desierto.
Mientras mi dromedario sube y baja por las dunas, yo me dedico a leer el libro de visitas escrito en la arena. En el desierto no hay secretos: todos los pasos -ya sean de humanos, vehículos, insectos o animales- quedan registrados. La arena, además, funciona de reloj, aunque las horas no se marcan en números sino en colores. Cuando salimos, pasado el mediodía, las dunas están amarillas, casi blancas. A medida que el sol va bajando se tiñen de naranja, luego de rojo, por último de dorado. Cuando nuestras sombras se reflejan en las dunas cercanas -y las patas de los dromedarios se alargan- sabemos que quedan pocos minutos de luz. Nuestro objetivo es arribar a las jaimas (las carpas típicas de los nómadas del desierto) antes de que se haga de noche.
Después de unas tres horas de caminata llegamos a un pequeño oasis -sin agua pero con vegetación- refugiado entre las dunas y nos bajamos de los dromedarios. El sol desapareció y ya no hace tanto calor, aunque lo de "calor" es relativo: si bien el calendario marca que estamos en invierno, durante el día la temperatura oscila entre los 20 y 30 grados. Pero para alguien que vive en el desierto y está acostumbrado al calor del sol, 20 grados es muy frío. Mientras compartimos otro té de menta (o, como lo llaman los nómadas, otro vaso de "whisky bereber") y cenamos tajine de pollo, se hace de noche. En el desierto no existen todos esos aparatos modernos fabricados para entretenermos; allí la diversión consiste en recostarnos sobre la arena a mirar, durante horas, el único canal de la televisión bereber: las estrellas.
Tres veces en mi vida vi un cielo nocturno tan impactante: desde un velero, cruzando el Atlántico de Colombia a Panamá; en Laponia sueca, cara a cara con la aurora boreal, y ahora, en este desierto. Las estrellas son miles -tal vez millones- y no están solamente arriba, sino que se dispersan hasta los límites del horizonte y forman una cúpula envolvente que nos refugia. En medio de ese gran colchón de arena siento que el mundo exterior no existe, que la velocidad de la ciudad quedó en otra dimensión, que la realidad es esto. Nunca sentí un silencio tan ensordecedor. Nunca me sentí tan a gusto en la lentitud. Nunca me sentí tan ínfima frente a un paisaje tan vacío y tan lleno a la vez. Moha nos confiesa que él prefiere dormir en el desiertoantes que en el pueblo: su hogar, para él, siempre será esta arena sobre la que estamos recostados. Y lo entiendo: el desierto abraza a quien recibe.
En algún momento de la noche comienzo a sentir mucho frío y decido refugiarme en una de las jaimas. No sé qué hora es. En el desierto los relojes y los calendarios no tienen demasiada utilidad, en esta geografía todo lo que importa es el aquí y ahora. Cuando amanece dejamos a los dromedarios cerca de las jaimas y nos vamos caminando a conocer otro sector del desierto: la hamada o desierto negro. A diferencia de lo que se cree, gran parte del desierto del Sahara está conformado por hamadas: zonas pedregosas, áridas, polvorientas, con muchas rocas y sin arena. Durante el verano, una hamada puede alcanzar temperaturas de hasta 60ºC: es lo más parecido al infierno en la Tierra.
Mientras compartimos un té bajo la sombra de un árbol, Moha nos asegura que la vida en el desierto es muy dura, pero muy feliz. "Aquí no hay prisa, vivimos sin problemas, sin estrés. Nos saludamos unos a otros, cuando comemos sentimos que comemos, no pensamos en otras cosas. Aquí el que quiere trabaja y el que no, no", explica. Sin embargo, aunque Moha diga que no, en el desierto todos trabajan, lo que pasa es que el objetivo es otro: trabajan para adaptarse a un medio hostil, para sobrevivir con pocos recursos en un espacio casi vacío, para desenterrar el agua que el desierto oculta bajo su arena y no para obtener dinero. Su ganancia es totalmente distinta.
Moha nos lleva a conocer a algunas de las familias nómadas que viven en la hamada y, mientras nos acercamos, nos cuenta que en algún momento de su infancia, él y su familia también vivieron en esta parte del desierto. Lo normal, recuerda, era quedarse varias semanas -a veces meses, pero nunca años- en el mismo sitio: en oasis o llanuras donde hubiese agua y comida para los animales. Las mujeres caminaban cinco kilómetros por día en busca de agua, los niños se dedicaban a cuidar a los animales y los hombres recolectaban madera. A veces su único alimento eran dátiles, leche de dromedario y pan. Cuando el lugar ya no podía ofrecerles nada más, levantaban campamento y se iban en caravana hacia otro sector del desierto. Mientras Moha habla yo juego con una nena que vive en una de las jaimas: su casa está fabricada con palos, paja y telas de todo tipo. Ella es muy tímida, tiene un pañuelo en la cabeza y no se anima a salir en ninguna foto, pero aún así es curiosa y se queda cerca nuestro, observando a estos viajeros que deben parecerle salidos de otro mundo.
Al día siguiente volvemos al pueblo de calles de tierra, a las casas de adobe, al marrón, a la civilización. Siento como si estuviese regresando a tierra firme después de varios días en altamar. Volvemos a la velocidad de los relojes, a la dependencia de los calendarios, a la instantaneidad de Internet. Me marea pensar en la aceleración que nos espera cuando lleguemos a la siguiente ciudad, quiero quedarme en la lentitud de los dromedarios, en los tés compartidos en ronda, en el cielo estrellado del desierto.
Nunca lo hubiese imaginado, pero el desierto es una de las geografías más inhóspitas y a la vez más hospitalarias que conocí. En medio de las dunas no hay sombra, ni agua, ni hay electricidad, los días de verano son abrasadores y las noches de invierno son heladas, pero aún así siento que este desierto es uno de mis lugares en el mundo. Y uno de los mejores recuerdos que me llevo, indudablemente, es su gente: los nómadas me demostraron que no existe una forma de vida que sea la correcta, sino que todas son válidas y, sobre todo, me enseñaron que por más que en ciertas partes del mundo estemos inmersos en una modernidad que nos parece "normal", la lentitud, el contacto con la naturaleza y la contemplación siempre seguirán siendo necesarias.

¿Querés ir?

Lo mejor es alojarse en uno de los dos pueblos cercanos al desierto marroquí: Merzouga o Hassi Labiad. Ambos tienen albergues y hoteles para todos los presupuestos (a partir de 5 euros por persona por noche, sin comida). Para llegar a cualquiera de los dos pueblos hay que tomar una 4x4 desde Rissani, a 30 km.
La estación más recomendable para visitar el desierto es el invierno (de diciembre a marzo), ya que es temporada baja y no hace tanto calor.
Conviene organizar la visita estando en Merzouga o Hassi Labiad y no antes. Desde allí se puede armar un itinerario a medida.

ANIKO VILLALBA

Tiene 27 años, es fotógrafa y escritora, y desde 2008 se dedica a recorrer las más diversas geografías y escribir. Una "viajera profesional", empeñada en descubrir la belleza que encierra cada rincón del globoMás sobre ella en su blog, viajandoporahi.com

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