Diario "La Nación". Buenos Aires, 8 de agosto de 1999.
SIGLO XX / En busca de una figura
Cien años de personajes
De
aquí a fin de año seguirán multiplicándose las encuestas y listas sobre
quién o quiénes han sido los protagonistas más destacados de esta era.
Sería bueno que América latina ponderase, más allá de otros modelos, el
sistema de Franklin Delano Roosevelt.
NO tardan en generalizarse las encuestas que otorgarán primeros lugares
en todas las manifestaciones de la vida durante el siglo que termina;
deportes, cine, literatura, artes plásticas, ciencia, y, por supuesto,
política. La revista norteamericana Time ha venido publicando números
especiales dedicados a las artes, la política y la ciencia, exaltando a
las personalidades más relevantes del siglo XX. Todas estas listas son
debatibles y, a veces, provincianas. Pero nada va a impedir que, de
Nueva York a Buenos Aires, de París a Moscú y de Tokio a El Cairo,
personas, publicaciones, encuestas de todo tipo, opinen sobre la mejor
película, la mejor novela, el principal pintor, el científico más
destacado de un siglo que, en resumen, fue el más fecundo en adelantos
científicos y técnicos; pero al mismo tiempo el más violento en el
contrastante retraso moral y político. No puede, por ello, premiarse,
sino a partir de la máxima perversidad, a las diabólicas personalidades
políticas que ocuparon, sin duda, el centro del escenario histórico,
sólo para inundarlo de sangre; Adolfo Hitler, José Stalin, Mao
Tse-tung... No hay, es cierto, figuras políticas impolutas o que escapen
totalmente a la consideración crítica. Lenin, ídolo de la izquierda
ortodoxa durante décadas, considerado incluso por los antistalinistas
como el revolucionario puro traicionado por su brutal sucesor, es hoy
objeto de una revisión adversa que ve en Stalin a un fiel continuador de
las políticas del bolchevismo leninista. ¿Pudieron los revolucionarios
calumniados y asesinados por Stalin -Trotski, Kamenev y sobre todo
Bujarin- darle otro cariz a una revolución posiblemente socialista y
democrática? Nunca lo sabremos. El hombre del siglo quizá no sea un
hombre de Estado, sino un hombre de ciencia -Einstein-, un artista
-Picasso-, un escritor -Kafka, Joyce-, un cineasta -Eisenstein, Welles-.
Pero, si nos limitamos a las carreras políticas, excluidos los
monstruos que pervirtieron el quehacer público, nos quedamos con un
puñado de hombres y mujeres que merecen el honor del tiempo. Winston
Churchill, por su solitaria resistencia británica al triunfo avasallador
de los nazis en 1939-1941. Charles de Gaulle, por la fe en la Francia
libre y, más tarde, junto con Konrad Adenauer, en solidificar la alianza
francogermana como base de una Europa libre y en paz. Mikhail
Gorbachov, arquitecto de la perestroika y la glasnost
que enterraron la tiranía comunista en Europa y pusieron fin a la Guerra
Fría en el mundo. Tito, Nasser, Nehru y su denodado esfuerzo por
afirmar una vía independiente frente al condominio
norteamericano-soviético. Eva Perón, Golda Meir, Indira Gandhi, como
prueba del nuevo papel de la mujer en la política. Mohandas Gandhi, como
el ejemplo superior de la exigencia moral de la política. Y en la
América latina, Lázaro Cárdenas, el estadista más importante no sólo de
México sino del continente iberoamericano. Sin la demagogia de Perón,
sin el fascismo de Vargas, sin la dictadura de Castro, Cárdenas demostró
que la voluntad reformista no sólo salva a los pobres, sino a los
ricos. Cárdenas, el reformador, sentó las bases para un ascenso
paralelo, en un país pobre, de las fuerzas trabajadoras y de las fuerzas
productivas del Estado y de la empresa privada. Que otros hayan
desviado el camino, no es su culpa. Es una feliz coincidencia que la
presidencia cardenista en México haya coincidido con la de Franklin D.
Roosevelt en los Estados Unidos de América. Roosevelt -FDR- es ese
producto típico de la democracia norteamericana, el aristócrata rico
que, por pudor, herencia y recursos, evitó sin alardes el pozo trágico
de la corrupción que, por otra parte, evitaron también presidentes de
origen humilde como Harry S. Truman. No quiero decir, por ello, que una
cuna de alcurnia sea garantía de un ejercicio político limpio, sino que
un sistema de responsabilidad pública del Ejecutivo ( accountability
) impide que la corrupción, cuando ocurre sea relegada al olvido. Ni
Harding ni Nixon pudieron escapar a la vigilancia de la ley. La
coincidencia Roosevelt-Cárdenas permitió a éste llevar a cabo un
Programa de la Revolución detenido por el maximato callista. La reforma
agraria, la organización obrera y la expropiación del petróleo
provocaron reacciones violentas y agrias críticas en los Estados Unidos,
pero no se tradujeron, porque Roosevelt no lo permitió, en presiones y
agresiones como las sufridas, en su momento, por Madero, Carranza y
Obregón. Roosevelt, sin duda, tenía muy presente la necesidad de contar,
en la frontera sur de los EE.UU., con un aliado y no un enemigo al
llegar la Segunda Guerra Mundial. Pero más allá de este cálculo, su
política general de "buena vecindad" con la América latina le permitió
convivir con regímenes tan distintos como el corporativismo de Getulio
Vargas en Brasil, el Frente Popular de Pedro Aguirre Cerda en Chile, el
reformismo revolucionario de Lázaro Cárdenas en México y, llegado el
momento, la revolución democrática de Arévalo en Guatemala. ¿Cínico y
pragmático? También lo fue, y coexistió con Batista, Trujillo y el
asesino de Sandino, Anastasio Somoza, del cual, famosamente, Roosevelt
dijo: "Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". La comparación
se impone. A partir de la presidencia de Eisenhower y la diplomacia de
Dulles, los Estados Unidos favorecieron sólo a los "hijos de puta" y
socavaron, deliberadamente, a todos los regímenes reformistas
latinoamericanos, de Arbenz en Guatemala a Allende en Chile, arrojando,
además, a Castro en brazos de la Unión Soviética y consolidando, con una
política de agresión permanente, el dominio permanente de Castro sobre
la doblemente desventurada isla de Cuba, víctima de los "gringos" afuera
y del "líder máximo" adentro. Pero la importancia de Roosevelt no
reside tanto en su política latinoamericana como en su política interna
primero y en su política mundial en seguida. FDR recibió, al ser elegido
en 1932, una nación arruinada. Los bancos clausurados, trece millones
de desempleados, la agricultura quebrada y la producción industrial en
un declive del cincuenta y seis por ciento con relación a 1922.
Inaugurado el 4 de marzo de 1933, lo primero que dio FDR fue confianza:
"No temamos a nada, salvo al temor". Acto seguido, pasó de la retórica a
la acción. En los primeros "cien días" de su mandato formó un equipo
equilibrado incluyendo a personalidades de la oposición republicana y
emitió las leyes estabilizadoras para la emergencia económica y
bancaria. El Nuevo Trato se enderezó en seguida a aliviar el sufrimiento
extremo mediante la acción del Estado. La CCC ( Civil Conservation Corps ) le encargó a medio millón de jóvenes las tareas de reforestación e irrigación. La RFC ( Financial Reconstruction Corporation ) restableció un sistema de créditos indispensables. El AAA ( Agricultural Adjustment Act
) creó el sistema de subsidios agrícolas -en esencia vigentes hasta el
día de hoy-, pagados mediante un impuesto sobre la conservación de la
tierra. La TVA del valle del Tennessee fue el centro del gran proyecto
hidroeléctrico que subrayó la intensa preocupación del Nuevo Trato con
la base de una tierra sana, irrigada, productiva y protegida contra la
erosión y la expoliación. La política de obras públicas culminó con la
WPA ( Works Progress Administration ), que entre 1935 y 1941
empleó anualmente a un promedio de dos millones de trabajadores que, a
ritmo creciente, le proporcionaron billones de dólares anuales a la
economía y prepararon una fuerza de trabajo adiestrada para la defensa
militar después de Pearl Harbor. La NRA ( National Reconstruction Administration
) estableció las normas de salario mínimo y horario máximo, el contrato
colectivo de trabajo y la prohibición del trabajo infantil que, unidos a
los programas de escolaridad, vivienda pública, arrasamiento de chabolas
, subsidios a la cultura y a las artes, crearon en los Estados Unidos
el clima de optimismo, trabajo, prosperidad y oportunidades que
justificaron las palabras del presidente Roosevelt cuando dijo: "La
presidencia es sobre todo el lugar del liderazgo moral de la nación".
Sobre la base de sus reformas internas y el restablecimiento del vigor
económico norteamericano a partir de la acción del Estado, Roosevelt
pudo proyectar ese liderazgo mundialmente en la Segunda Guerra Mundial.
Sin despreciar la resistencia británica, el valor soviético, fue la
economía de los EE.UU., restaurada por FDR, la que ganó la guerra y
salvó al mundo del "nuevo orden" nazifascista. Esta doble dimensión
-como líder interno e internacional- le da a Roosevelt, a mi entender,
el sitio preponderante como figura de estadista del siglo XX. Pero su
lección no es sólo un hecho del pasado. Hoy que se dejan atrás
ortodoxias estatistas o del mercado a favor de una tercera vía
equidistante entre ambas, conviene recordar que Roosevelt fue más allá
del simple equilibrio y optó decididamente por iniciativas estatales que
les dieron suelo a las iniciativas privadas. Y, sin embargo, ni el
Estado ni el mercado fueron, en verdad, los protagonistas esenciales del
Nuevo Trato. Lo fueron los trabajadores, los educadores, los
ingenieros, los abogados, las amas de casa, los niños, los empresarios,
los agricultores, los artistas convocados por el liderazgo moral de
Roosevelt para darle piso, profundidad y vuelo a una sociedad postrada.
Roosevelt, en otras palabras, se valió del capital humano de su patria
para reconstruir a su patria. Esa sigue siendo su mejor lección porque
es una lección que no admite excusas. Al entrar en el siglo XXI, la
América latina hará bien en ponderar, más allá de los modelos
friedmanitas o de la tercera vía (pues ambos suponen la previa conquista
de niveles altos de bienestar), el modelo radical de Franklin Delano
Roosevelt: emplear el capital social y humano, abundante, creativo,
ansioso de participación, de cada nación latinoamericana.
Por Carlos Fuentes Para La Nación
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