Domingo 25 de septiembre de 2011
El mundo
Una derrota llamada Afganistán
Diez
años y 33.000 víctimas después del inicio de la guerra, el país
asiático es todavía un lugar devastado e ingobernable, donde la
insurgencia siembra el caos y la inseguridad, y los intentos
occidentales de avanzar en la reconstrucción y creación de instituciones
chocan con una realidad hostil
Martes,
una de la tarde. Polvo y ráfagas de calor asfixiante barren Kabul. El
teniente de la Guardia Nacional Michael O'Rourke se reúne con un
destacamento de sus hombres para salir a pie, con un intérprete, a
Udkhel, una aldea aledaña a la base regional de Camp Phoenix. Es una
misión militar, pero su objetivo y sus medios son muy distintos a lo que
cualquier soldado pudiera esperar en un país que ya lleva 10 años en
guerra.
La finalidad de la misión de O'Rourke es que sus hombres
lo protejan mientras se sienta a dialogar con un líder tribal.
"Normalmente llegamos a la aldea un pequeño grupo y el intérprete",
explica el teniente. "Nos sentamos con el líder tribal. Dialogamos con
él. Tratamos de darle un empujón para que mantenga sus infraestructuras,
sin prometerle demasiado. Es un pequeño tira y afloja".Esa es la nueva estrategia bélica de Estados Unidos en Afganistán, sobre todo en zonas relativamente seguras como Kabul. Por necesidad, ante la inminente retirada, la artillería pesada ha dejado paso al intento de construir una nación desde cero. El trabajo es difícil. Para muchos, de hecho, es imposible.
Una década y 33.000 muertos después, el frente afgano es un lugar arrasado, hostil e ingobernable. Más allá de las barricadas de la zona verde de Kabul, donde viven los diplomáticos, solo hay vida decente en bases como esta. Aquí hay aire acondicionado en los barracones, y hasta tiendas y cafeterías. Afuera solo hay miseria. En los márgenes de la carretera, lo único que se ve son niños entre escombros y caminos a ningún lado. Es aquí donde salen regularmente estos soldados a pie, a encontrarse con los líderes tribales.
Reiteran estas tropas que Kabul es una zona segura. "No hay una insurgencia en Kabul. Hay delincuencia, como en todos los lados. Y de eso ahora se encarga la Policía Nacional Afgana, que está mejorando", explica el sargento Travis Senseny, que coordina los puntos de acceso a la base y que ha prestado servicio en nueve provincias del país. "Eso no es el este o el sur, más hostil. Esta zona puede ser amistosa".
A pesar de ello, esto es la guerra. Todo soldado que sale de la base lo hace armado hasta los dientes: rifle, munición, chaleco antibalas y casco. Más de 30 kilos de peso en un día como este, a 35 grados. En estas misiones, el principal obstáculo son los niños, que, a centenares, piden cualquier cosa que les caiga a las manos. De la aldea, a veces, cae alguna pedrada. Otras, el mayor impedimento es atravesar un arroyo de agua putrefacta.
Fuera de las 11 bases que los aliados tienen en la provincia de Kabul no hay desagües. Esto no es Irak, donde había sociedad civil antes de la invasión. Afganistán lleva siendo arrasado, una y otra vez, desde 1978. En todo el país solo hay una vía ferroviaria: mide 200 metros y sirve para que paren los trenes que vienen de Uzbekistán. Un 78% de las rutas no están asfaltadas.
La carretera que conduce desde el aeropuerto hasta aquí -de las más usadas de la zona y el inicio del camino al bastión talibán de Jalalabad- es un tramo plagado de baches. Junto a Udkhel hay cementerios improvisados, y junto a ellos, grandes bloques de hormigón. Son fragmentos inacabados de infraestructuras abandonadas. Dinero occidental tirado en la cuneta. Aquí, la lealtad es algo muy volátil. La determinación de construir y mantener instalaciones tan elementales como un depósito de agua, también.
Los mandos militares, miembros del ejército más poderoso del mundo, se han dado cuenta de que es imprescindible hacer algo más que disparar. Son estos soldados los que ahora han recibido el encargo de erigir desde cero las instituciones e infraestructuras más básicas. "La parte humanitaria es de las más importantes que hacemos en esta base. Nos sentamos a negociar con ellos. Vemos cómo llevan los proyectos pagados con dinero extranjero", explica una vocera de la brigada Yankee número 26 de la Guardia Nacional, que gestiona la base hasta el año que viene. "Nuestro lema es no prometer demasiado pero luego entregar más de la cuenta".
Este es un ejército en retirada. Sus mandos dicen haber aprendido de los errores. "La esencia misma de la contrainsurgencia aquí es ganarse la confianza de la población, lo que te otorga información valiosa y una vía a la victoria final", explica el teniente George Gay. "Si no lo haces, te alejas de la población, y ésta acaba apoyando a la otra parte. Durante todo el tiempo que hemos estado aquí, no siempre hemos comprendido cómo son las cosas, y eso hizo que muchos civiles acabaran apoyando a los talibanes".
No todos tienen la paciencia que demuestra el teniente Gay. Muchos de los 11.000 soldados que hay en las 11 bases en Kabul no han disparado un solo tiro desde que llegaron aquí. Las tropas jóvenes salen en misiones como estas con resignación, aunque sus jefes les repiten que son cruciales. Pero el ansia de la guerra no se aparta esquivando una pedrada. Algunos quieren sentir la adrenalina de estar en la línea de fuego, en una guerra en la que, últimamente, los insurgentes se limitan a perseguir a civiles y se suicidan en esos intentos.
"Me gusta la lucha", explica el soldado José Sánchez, que ya prestó servicio en la Guardia Nacional en Irak, en 2009, y que vino a Afganistán este año. En EE.UU., en su vida civil, se dedica a la pelea en jaulas. Ahora mismo registra camiones que entran a la base. Quiere ir al sur, donde aún hay una línea de combate clara. "Para eso me anoté en el ejército. Lo veo difícil porque la guerra se está acabando. Y los enemigos se esconden. No atacan como deben atacar. La situación en la que está esta guerra es buena para esos soldados que se quieren ir", añade. En teoría, les quedan aún tres años aquí. En los últimos meses se retiraron 1600 soldados de la Guardia Nacional y del Cuerpo de Infantería de Marines. No los reemplazó nadie. Hay 101.000 militares de EE.UU. en esta guerra y se espera que 33.000 estén de regreso en un año. El plazo final para marcharse, marcado por el presidente Barack Obama, vence en 2014. Esa decisión no es muy popular entre las tropas. Estos hombres no lo dicen abiertamente, pero consideran que el trabajo que queda por hacer aquí puede durar muchos años más.
Es un hecho patente que este país no está preparado para tomar las riendas de su propia seguridad. Las defecciones -25.000 entre enero y junio- son moneda corriente entre los 300.000 soldados afganos, que se quejan de turnos de trabajo imposibles y pagas miserables. En ocasiones, se alían con el que se supone que es el enemigo.
El gran problema, sin embargo, son los civiles. "El éxito de los norteamericanos aquí defendiendo sus posiciones es tal que ha llevado al enemigo a atacar objetivos civiles. Cuando lo hacen, es una gran pérdida para nosotros, porque se entiende como un fracaso en la defensa de la población. Y para ellos, sea como sea, siempre es un éxito, porque demuestra que tienen una gran presencia en zonas urbanas", explica el teniente Gay. "Debemos ganar el 100 por ciento de las veces. A ellos sólo les basta con ganar una sola".
El caos habitual
El martes, a la una y media, después de que el teniente O'Rourke repase la ruta y la composición del escuadrón y establezca las pautas de seguridad para encontrarse con el líder tribal en Udkhel, las alarmas suenan en Camp Phoenix: "Atención Camp Phoenix. Ha habido un ataque. Repórtense a la cadena de mando". En este preciso instante queda patente lo problemática que será la retirada norteamericana y lo dificultosa que será la asunción de responsabilidades por parte de las tropas afganas.
Seis insurgentes han atravesado, disfrazados con burkas, todos los filtros de seguridad en la zona verde de Kabul. Se han atrincherado en un edificio a 300 metros de la embajada norteamericana y están atacándola con granadas y rifles de asalto. Otro comando ha activado chalecos explosivos contra diversos puestos de la Policía Nacional Afgana. Kabul -o mejor dicho, la zona diplomática de Kabul, fortificada y segura- entra en un caos que ya es habitual aquí. Civiles occidentales refugiados en búnkers. Afganos masacrados. Alarmas que paralizan toda la actividad de una ciudad de la que se decía que era segura.
El teniente O'Rourke manda romper filas. Los hombres se reportan a la cadena de mando. Algunos se desplazan en convoys de la Fuerza de Reacción Rápida hasta la zona verde. Allí, de nuevo, son espectadores. Contemplan, listos para pasar a la acción, cómo las fuerzas afganas despejan el edificio, sembrado de explosivos. Tardan 20 horas en cumplir su misión. "Si hubiéramos sido nosotros, eso se hubiera resuelto en cinco minutos", asegura luego, de vuelta a la base, un soldado de la Guardia Nacional que prefiere no revelar su nombre. "Si todo lo hacen a ese ritmo, no sé cómo nos vamos a marchar".
Afganistán, la guerra más larga de EE.UU., no es Irak, de donde las tropas se marcharon el año pasado. Aquí no hay un Estado, más allá de las pocas manzanas de la zona verde. "Aquí no hay personas que hayan recibido educación secundaria y universitaria, como en Irak. Esta gente puede tomar decisiones que no son las más adecuadas", explica el sargento John Fernández, que vino a Afganistán por primera vez en 2007, a entrenar a la policía fronteriza.
"Es el efecto de décadas de guerra. Los rusos, los señores de la guerra, los talibanes... todo eso ha tenido un impacto. Se ve en el estado en el que se encuentra este país. Debemos solucionar eso en el largo plazo. Y será una tarea larga y compleja. Y el que diga que no, se está engañando. Podemos irnos de aquí, pero si lo hacemos, debe ser porque dejamos un país mejor al que nos encontramos. Si no es así, a la larga podríamos tener que regresar".
No hace falta más que llegar desde esta base hasta la zona verde para darse cuenta de la miseria que hay más allá de la burbuja diplomática. Estas calles, sin asfaltar, son un coladero de insurgentes. Estos son capaces de sortear todos los obstáculos y puestos de control para llegar adonde más le duele a EE.UU.: la imagen de que la capital es segura. Porque si en tantos años este ejército ni siquiera ha podido asegurar Kabul, una ciudad que siempre fue hostil a los talibanes, poco habrá logrado en realidad.
Muchos terroristas llegan de Pakistán, al este, a través de una frontera casi abandonada. Otros entran por el oeste, desde Irán, para comprar y vender armas y opio, con el que financian su campaña de terror.
Allí entrenó a soldados el sargento Fernández, que en su vida civil sirve también en la policía de frontera norteamericana. "Lo más importante es que el soldado no se sienta abandonado, que sus condiciones sean dignas", explica. "Asegurar la frontera, en definitiva, es crucial, porque por ahí llegan insurgentes y dinero".
La porosidad de la frontera oriental es un grave problema. Permitió que el centro de la insurgencia, desde el que se planifican estos ataques, se haya trasladado a Pakistán. Mientras estos soldados pasan sus días tratando con civiles, es la CIA la que, desde puestos secretos, lanza misiles no tripulados contra Al-Qaeda en el país vecino. Así murió Osama ben Laden en mayo, y así cayó el nuevo número dos de la red terrorista, Atiyah Abd al Rahman, en agosto.
Ese es el problema de esta guerra: que se está librando en otro sitio. Y que a un ejército experto en grandes luchas se le ha encargado ahora crear desde cero una sociedad civil que, simplemente, no existe. Unos soldados jóvenes vienen, armados hasta los dientes, a contemplar con extrañeza una sociedad a la que no comprenden, y a la que otros no la han dejado levantarse sola desde que aquí se tiene memoria..
No hay comentarios:
Publicar un comentario