Lunes, 24 de junio de 2013
Manipulaciones identitarias
Para borrar los elementos del pasado que molestan y no cuadran en el relato, lo primero que se hace es suprimir su memoria.
Por Juan Goytisolo (El País / Madrid)
La historia de España, como la de las demás
naciones cristianas fronterizas con el islam (Rusia, Serbia, Grecia)
encarnan de modo cabal los avatares del relato histórico, un relato que
se forja a golpe de omisiones y retoques al servicio de una identidad
homogénea ideal, sin componente exterior alguno. Si creemos no solo a
los adalides del sublime relato patriótico, sino también a algunos
conspicuos representantes del mundo intelectual del pasado siglo, ni
árabes ni judíos constituyen un ingrediente esencial de la nuestra.
Pasaron por la Península y fueron expulsados de ella sin dejar huella en
nuestra historia y formas de ser.
Para borrar los elementos del pasado que molestan y
no cuadran en el relato, lo primero que se hace es suprimir su memoria.
Como en la quema de manuscritos arábigos en la puerta granadina de
Bibarrambla o el incendio de la biblioteca de Sarajevo casi cinco siglos
después, se reduce a ceniza sus libros, cultura e historia para
elaborar e imponer otros nuevos. Los vencidos o expulsados olvidarán
poco a poco lo que fueron y acatarán la recreada versión de los hechos.
Bardos e historiadores se encargarán de poner letra a la vibrante música
nacional.
Pocos países escapan del todo a la manipulación de
los hechos y, a consecuencia de ello, incluso las comunidades que no
fueron objeto de conquista, pero que no se sienten representadas en la
entidad estatal a la que se hallan adscritas, conciben a menudo un
contrarrelato, en este caso victimista, para denunciar los supuestos
atropellos sufridos y entonar elegías con igual emoción y lirismo
herido.
Escribo estas reflexiones no solo a raíz de las
devastadoras guerras sectarias de Siria e Irak, fruto de relatos
históricos contrapuestos, sino también a la luz de la actual
controversia aireada en la prensa de Marruecos y Argelia en torno a sus
identidades respectivas. Para los nacionalistas del Istiqlal y el
partido islamista mayoritario en el Gobierno de Benkirán, Marruecos se
define como un país de identidad araboislámica, sin referencia a otros
elementos constitutivos de su compleja realidad sociocultural. Para los
defensores de la milenaria cultura amazig —cuya lengua ha sido elevada
al rango de lengua cooficial en la nueva Constitución del Reino—, se
trata de un país arabobereber de religión musulmana, que es algo muy
distinto. Y dicho planteamiento es asumido asimismo en Argelia por los
representantes del movimiento cultural cabilio.
Para los militantes bereberes de los dos países, la
llegada de los árabes a fines del siglo VII a un norte de África
entonces cristiano y pagano, con un fuerte componente judío, borró su
cultura secular y colmó dicho vacío con un relato histórico —el de una
fe única y una lengua intangible— que imponía a la población autóctona a
una situación de dependencia identitaria que se ha prolongado hasta
hoy. El naserismo de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo y el
islamismo más o menos radical que, tras el fracaso de aquel, se propaga
en las últimas décadas han reforzado este relato canónico en detrimento
de las realidades culturales y lingüísticas del Magreb.
Si la desdichada desunión del mundo árabe, atravesado
de un extremo a otro por conflictos y rivalidades internas, desmiente a
diario el lema unitario de una sola nación, la retórica de sus
Gobiernos niega dicha realidad con una ceguera y tesón en "las afueras
de la realidad" (la frase es de Octavio Paz). Engarzados en antagonismos
y luchas por el poder, confundiendo lo jurídico con lo religioso o
ideológico, los Gobiernos de la Liga Árabe, ya sean los surgidos a la
luz de la revolución de 2011, ya los que resistieron a esta, buscan un
punto de anclaje común y lo encuentran en la causa palestina.
Ello sería encomiable si tan justo fin se tradujera
en medidas concretas y eficaces susceptibles de forzar la retirada
israelí de los Territorios Ocupados en 1967, pero se reduce
lamentablemente a una reiterada gesticulación y palabrería. Veamos.
¿Quién es en efecto el enemigo número uno de Argelia? ¿Israel? No,
Marruecos. ¿Y el de este? Argelia. ¿Y el de Arabia Saudí, Jordania y de
los Emiratos del Golfo? ¿El Estado judío? No, el llamado "arco chií" que
se extiende de Irán al Mediterráneo. ¿Y contra quién combaten el
Hezbolá libanés y el Gobierno chií de Bagdad? ¿Contra la "entidad
sionista"? No, contra los suníes laicos, los próximos a los Hermanos
Musulmanes o a los extremistas de Al Qaeda. Si las ingentes sumas
gastadas por los emires y jeques del Golfo en la compra de equipos de
fútbol y la organización de dispendiosas competiciones deportivas se
invirtieran en promover de verdad la llamada Iniciativa Árabe de Paz, y
en auxiliar a la asfixiada Autoridad Nacional Palestina y a la machacada
y mísera población de Gaza —por no hablar ahora de las acuciantes
necesidades educativas y culturales de unos países en los que el índice
de analfabetismo alcanza el 48 por ciento de la población—, las cosas
irían por muy distinto camino y los conflictos que hoy ensangrientan
Oriente Próximo cederían el paso a acuerdos puntuales para sentar las
bases de modernización de unas sociedades justamente indignadas por las
abismales diferencias entre ricos y pobres y por su inadmisible atraso
en los indicativos de desarrollo humano.
Volviendo: la diversidad constitutiva de los Estados
árabes —como la de nuestra Península— no puede ser suprimida de un
plumazo. El choque entre la concepción identitaria retórica y la
integradora de los diferentes elementos que la componen no se reduce a
un enfrentamiento entre los valores religiosos y los laicos, como el que
opuso en mayo el militante amazig Ahmad Assid al jefe del Gobierno
islamista marroquí, Abdelilá Benkirán. El núcleo de la polémica es otro:
la inclusión de la diversidad en un espacio participativo común, o bien
su exclusión en nombre de una presunta intangibilidad identitaria
impuesta como un ineludible destino. Los intelectuales de los países
árabes han de tomar una posición clara al respecto, con la mirada puesta
en el horizonte de una democracia que garantice el respeto de las
libertades individuales auspiciadas en la Carta Fundacional de Naciones
Unidas. Deben hacerlo ya y conciliar con pragmatismo la fe y la razón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario