Lunes 04 de agosto de 2014 |
Desafíos del mundo no polar.
La diplomacia que necesita el siglo XXI
La
globalización internacional que diluye el poder de los Estados
nacionales permite, a su vez, mayor autonomía de acción a las
diplomacias activas, capaces de anticipar los hechos y definir
estrategias
Desde
Westfalia hasta la fecha, en particulares momentos históricos el
sistema internacional debió enfrentar el desafío del diseño, de la
implementación y del mantenimiento del orden en un escenario de Estados
soberanos. En la actualidad vivimos uno de esos períodos bisagra. El
mundo ya no está regido por uno, dos o varios Estados, sino por docenas
de actores que poseen y ejercitan el poder en diversos grados y
naturaleza.
Joseph S. Nye señala correctamente que la distribución
del poder entre los actores del siglo XXI tiene un patrón que se
asemeja a un complejo juego de ajedrez, con tres tableros en dimensiones
superpuestas. Con un tablero unipolar en lo estratégico, otro
multipolar en lo económico-financiero y el societario, de
características anárquicas. Por ello, los desafíos de nuestro mundo son
más ambiguos, sutiles y sofisticados, y al mismo tiempo,
paradójicamente, más primitivos. Paralelamente esta difusión de poder
permite una mayor autonomía de acción para las naciones con políticas
exteriores activas y comprometidas.El sistema internacional se ha convertido en global y facilita y anima las decisiones sobre la base de las ventajas comparativas que, en su esencia, no tienen en cuenta las fronteras nacionales. Paradoja del siglo XXI: el actual sistema de gobernanza no refleja aún el nuevo esquema global internacional, más diluido y diseminado. Sigue representando, en general, las instancias de poder de la segunda posguerra, con estructuras y mecanismos políticos esencialmente nacionales.
La principal característica de las relaciones internacionales de estos tiempos es la de un sistema global ordenado en torno a la no polaridad, como muy bien lo define Richard Haass. La no polaridad resulta de la emergencia de numerosos actores estatales y de una variada diversidad de actores no estatales, a lo que se suma el impacto cotidiano de la ciencia y la tecnología. La continua innovación y la creciente población que día a día se interconecta plantearán nuevos y difíciles desafíos para los pueblos y gobiernos de todo el mundo.
El poder estatal es cuestionado, desde arriba, por la supranacionalidad y, desde abajo, por los localismos. Los cambios en la naturaleza de las relaciones internacionales y el consiguiente impacto en las funciones de los ministerios de Relaciones Exteriores ofrecen la oportunidad de reevaluar con espíritu crítico el modo en que se deberían manejar las diplomacias en el siglo XXI. Por lo tanto, es esencial identificar las funciones que hay que desempeñar y definir luego en qué nivel se llevarían a cabo (global, nacional, subnacional o no gubernamental). Para ello, los esquemas e instituciones de gestación de la política exterior tienen que ser reformadas para que reflejen la permeabilidad de los temas globales en todas las áreas de gobierno y ser así más eficaces a la hora de establecer objetivos y seguir estrategias para alcanzarlos.
En este mundo globalizado del siglo XXI, la diplomacia se ejerce en una dual desterritorialización: geográfica y funcional. Conforme van cayendo las barreras entre política interior y política exterior, las cancillerías deberán asumir cada vez más funciones de coordinación horizontal dentro del esquema burocrático estatal, a fin de asegurar la homogeneidad de las políticas y decisiones externas. Esto responde al concepto de Richard Haass de que la política exterior empieza en casa.
La clásica frontera entre lo interno y lo externo se ha ido ha diluyendo y en la actualidad es difícil señalar qué evento o hecho concierne a la dimensión interna y cuál a la dimensión externa. Temas que no hace mucho remitían a cuestiones internas tales, como democracia, derechos humanos, medio ambiente, terrorismo y tantos otros, hoy ocupan un lugar central en la agenda global del siglo XXI
La política exterior se ha internacionalizado y la diplomacia se ha politizado, al sobrepasar los asuntos políticos, económicos y sociales los estrechos límites del Estado nación. Ha surgido un nuevo repertorio de asuntos para tratar internacionalmente que pone a prueba las estructuras y a los servicios exteriores tradicionales.
La diplomacia del siglo XXI tiene que desarrollar una mayor capacidad para detectar los estadios problemáticos, así como a los actores involucrados, antes de que emerja la crisis. En un mundo sumamente complejo en el que la predicción resulta difícil, anticiparse a los acontecimientos requiere el establecimiento de objetivos claros a mediano y largo plazo, que permitan estrategias que moldeen activamente los hechos, en vez de limitarse a reaccionar ante ellos. Se debe dejar de lado la reacción táctica y avanzar rápidamente hacia la anticipación estratégica.
Este escenario de constante mutabilidad exige fortalecer la capacidad de análisis, en adición al mero ejercicio informativo. Un papel clave para los ministerios de Relaciones Exteriores lo constituye, entonces, el desarrollo de un pensamiento estratégico, capaz de generar políticas y no simplemente consumirlas. Esta anticipación estratégica debe combinarse con las demandas administrativas y burocráticas que impone la mecánica de la gestión cotidiana del corto plazo.
La índole hermética de los ministerios de Relaciones Exteriores a menudo los aísla del debate analítico y práctico que se lleva a cabo en el terreno académico o en el sector privado. Es por ello que para desempeñar correcta y eficientemente su papel, la diplomacia del siglo XXI debe trabajar y coordinar en forma horizontal con las otras instancias gubernamentales del Estado, en donde existen temas relativos a la globalidad mundial. En este sentido, la coordinación entre burocracias es la vía necesaria para poder administrar la política exterior de un país, en una era en que los asuntos globales están diseminados a lo largo y ancho de los diferentes ámbitos administrativos del Estado. Ello exige por parte de los diplomáticos una interacción más fluida con todas las áreas de gobierno, a fin de poder coordinar y darle la necesaria visión estratégica externa a esa miríada de temas diseminados por toda la administración pública.
Otra dimensión relevante la constituye la diplomacia pública. En la actualidad, la ruptura de la división fáctica entre la política interior y la política exterior, la creciente importancia de los medios de comunicación, la cada vez más robusta participación ciudadana y de las ONG, y la compleja red de nuevos actores, gubernamentales y no gubernamentales, en los asuntos internacionales requiere una diplomacia más abierta y atenta a las demandas internas. La diplomacia en red requiere aprender a hacer intervenir, incluso conciliar, puntos de vista alternativos, opiniones contrarias en detrimento de una mera diplomacia de megáfono.
En términos generales, ninguno de los países que deben construir un nuevo orden mundial ha tenido experiencia previa con el sistema de Estados múltiples que está emergiendo. Nunca antes un nuevo orden se ha tenido que constituir sobre la base de tantas y tan disímiles percepciones. Ningún orden previo ha tenido que combinar y contener los atributos del histórico sistema de equilibrio de poder. Tampoco se ha debido enfrentar en anteriores construcciones sistémicas el simultáneo desafío de combinar los atributos de la balanza histórica de poder, la emergencia de variados centros de poder, una opinión democrática global y la explosión y proliferación de tecnologías del presente período contemporáneo.
El orden que emerja deberá ser diseñado y construido por líderes que representan culturas, religiones y políticas ampliamente distintas.
Esos líderes manejan, en muchos casos, enormes burocracias de gran complejidad. Eso determina que la energía de estos estadistas esté más consumida por el servicio de la maquinaria administrativa que por la definición del objetivo. Y ello no facilita un emprendimiento arquitectónico global.
Reflexión final. No estamos ante el fin de la diplomacia. Por el contrario, en este nuevo escenario global e interdependiente es cada vez más necesaria la diplomacia. Se requieren más diálogo, más negociación, más cooperación, el constante y responsable ejercicio de la representación y la defensa de los valores y de los intereses de las respectivas naciones.
En definitiva, más diplomacia en el mundo y más mundo con diplomacia.
El autor es embajador, miembro del Servicio Exterior de la Nación.
Lunes 04 de agosto de 2014 |
Una política de Estado ejemplar
Apropósito
de la urgencia con que la sociedad argentina reclama implementar
"políticas de Estado" en cuestiones sustanciales, merece recordarse que
se celebran treinta años de la consolidación de una de ellas, cuyos
orígenes se remontan incluso a más de medio siglo, y que no obstante su
trascendencia es desconocida por el gran público.
Cuando en 1983
asumió el nuevo gobierno democrático, la Argentina había llegado a ser
-gracias a un excepcional esfuerzo de empeño, continuidad y
profesionalismo técnico desde los años 50- el país más desarrollado en
Iberoamérica en materia de tecnologías sensibles, como la nuclear, la
aeroespacial y otras esenciales al desarrollo tecnológico autónomo del
país. Vale recordar que el país disponía entonces de centrales de
potencia, dominaba el ciclo de combustible nuclear, pues fabricaba el
suyo, y enriquecía uranio en la planta de Pilcaniyeu (una tecnología
exclusiva, desarrollada por la prestigiosa empresa Invap) y era un
exportador de tecnología nuclear.Asociados a aquellos extraordinarios avances técnicos, la flamante democracia heredó también serios problemas políticos, derivados de la capacidad dual de estas tecnologías, pues aunque siempre y consistentemente se habían orientado a los usos pacíficos, la forma hermética con la que habían sido manejadas por las FF.AA. despertaba fuertes suspicacias internas y externas.
En efecto, aunque estos desarrollos afectaban al tópico prioritario de la agenda internacional -la seguridad-, los mecanismos de decisión interna acerca de su proyección externa -la política de seguridad externa- continuaban dependiendo en buena medida de cada fuerza, con limitados controles del Poder Ejecutivo y del Legislativo, retaceados a la Cancillería y, por ende, desgajados de una política exterior general.
Las consecuencias internacionales de estos procedimientos no eran menos graves: Brasil estaba embarcado en una competencia tecnológico-militar que no sólo amenazaba a la relación bilateral e impedía soñar con una integración, sino también a la seguridad internacional, pues se la comparaba con las carreras armamentistas nucleares India-Paquistán o Israel-países árabes; además, para preservar su oligopolio tecnológico, EE.UU. y sus aliados nos aplicaban duras presiones con la excusa de acusarnos de "proliferantes horizontales" y enemigos de la paz.
Preocupado por la reputación de la Argentina, y porque tenía un control y conocimiento limitado de tales avances técnicos, Alfonsín juzgó que la cuestión debía insertarse en su amplio imperativo ciceroniano de "que las armas se supediten a la toga". Había que devolver estos desarrollos -y en especial su proyección externa- al control civil y democrático e insertarlo de manera coherente en la política exterior general. Así, en 1984, el canciller Caputo y su vicecanciller Jorge F. Sábato -experto en el tema nuclear- concibieron la idea de crear en la Cancillería una oficina dedicada a estas delicadas cuestiones -la Dirección de Asuntos Nucleares y Desarme (Digan)-, con el desafío de conciliar varios objetivos: continuar con el impetuoso desarrollo tecnológico autónomo y su capacidad exportadora, pero sujetos a la mejor tradición de la política exterior, democrática y pacífica del país; alegar por la cooperación tecnológica y resistir el inicuo régimen internacional de no proliferación que pretendía el "desarme de los desarmados"; fortalecer el rol de la Argentina como líder en la promoción de la paz y el desarme distinguiendo que quienes amenazaban la seguridad internacional eran las potencias nucleares, y abogar por la fórmula desarrollo = seguridad, denunciando que las injusticias del sistema económico global constituían la principal causa de inseguridad mundial.
Aunque las discusiones internas fueron arduas, primaron la idoneidad y el patriotismo de los técnicos de aquellos desarrollos, quienes colaboraron mancomunadamente con la Cancillería en una exitosa experiencia de trabajo articulado entre agencias estatales, que se continúa aún hoy en una política de Estado (la política de seguridad externa argentina) que constituye un modelo de gestión administrativa, decidida políticamente y ejecutada por especialistas.
Desde entonces, los resultados iniciados por el gobierno de Alfonsín han sido cuantiosos y notables: la política de acercamiento nuclear con Brasil ha sido la condición sine qua non del Mercosur y una de las más prestigiosas experiencias de paz regional que exista en el mundo; el diálogo abierto y respetuoso iniciado con los EE.UU. en esta materia derribó la más alta barrera entre ambas naciones; la rigurosa política de exportaciones tecnológicas sensibles ha convertido a la Argentina en un proveedor internacional competitivo a la vez que confiable y responsable; la activa y positiva participación argentina en todos los foros mundiales relevantes en materia de tecnologías sensibles, desarme, paz y seguridad, ha distinguido al país como una voz respetada en un grupo selecto de naciones involucradas en estas materias.
La clave del éxito de esta política de Estado ha radicado en la articulación política y el respeto de los sucesivos gobiernos a la institucionalización y profesionalismo de los organismos especializados del Estado -técnicos y diplomáticos, en este caso-, al servicio del desarrollo tecnológico autónomo del país, de la cooperación equitativa internacional y de la paz y la seguridad mundial..
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