Revista La Nación" Domingo 03 de noviembre de 2002
Kissinger, el premio Nobel de la guerra
Un
reciente documental basado en el libro Proceso a Henry Kissinger
revela los dobleces de un funcionario poco escrupuloso. Tomás Eloy
Martínez vio el film y lo analiza como nadie
A las 6 de la tarde, el martes 15 de octubre, no hay más de 20 personas
en una de las salas del Film Forum, en Manhattan. Guardan un silencio
religioso y cómplice, como si fueran conjurados que están por descifrar
los secretos de Osama ben Laden. El documental que van a ver no desgaja
la personalidad del millonario saudita, sino de otro personaje que,
según el film, es aún más tenebroso: Henry Kissinger.A la entrada, en la
boletería, se vende por 12 dólares la edición rústica de Proceso a
Henry Kissinger, el admirable libro que Christopher Hitchens publicó a
comienzos de 2001 y que acaba de reaparecer en versión ampliada.
Hitchens es un periodista inglés que vive en Washington, escribe
regularmente en el mensuario Vanity Fair, y pasa por ser el mejor amigo
de Martin Amis. Se pensaría que Kissinger no necesita presentación, pero
el documental revela que pocas celebridades en el mundo son tan
desconocidas como él. Tanto el film como el libro tratan de echar luz
sobre la escurridiza inteligencia del ex diplomático, cuya fe en el
destino superior de los Estados Unidos y en la insignificancia de las
otras naciones desató algunas de las peores matanzas de la Guerra Fría.
En Proceso a Henry Kissinger, el libro de Hitchens, la evidencia deriva
de la acumulación de documentos inesperados. En el documental, cuyo
título es el mismo, los cargos son a veces facilitados por amigos del
diplomático que no miden el peso de lo que dicen. Aunque tanto la
versión escrita y la cinematográfica de Proceso... abundan en el relato
de duplicidades y engaños del ex secretario de Estado en la Guerra de
Vietnam y los ataques a Camboya y Laos, lo que revelan sobre su política
en la Argentina y Chile es aún más sorprendente. A las desventuras de
los dos últimos países alude esta columna.En octubre de 1973, Kissinger y
el emisario de Vietnam, Le Duc Tho, fueron distinguidos con el Premio
Nobel de la Paz por los acuerdos firmados un año antes en París. El
primero recibió alborozado la noticia; el segundo rechazó el premio. Un
mes antes, Kissinger había inspirado y en cierto modo orientado –según
Hitchens– el golpe de Augusto Pinochet contra Salvador Allende. Bastaría
ese hecho para que el premio Nobel parezca tan incomprensible como
injurioso.Uno de los rasgos más notorios del ex diplomático es negar
toda acusación, fingir ignorancia o, cuando las pruebas son definitivas,
encogerse de hombros. En el documental que le dedican los ingleses
Eugene Jarecki y Alex Gibney –producido por la BBC de Londres–, uno de
sus ayudantes y sucesores, el general Alexander Haig, revela cinismo,
pero también una torpeza que Kissinger jamás se permitiría. Cuando los
autores de la película le preguntan si no podría responsabilizarse a su
ex jefe por todos esos crímenes, Haig responde, irritado, que la palabra
crimen es excesiva. “¿Acaso el secuestro no es un crimen?”, insisten.
“Depende para qué y por qué se ha decidido el secuestro”, responde el
general. No importa, entonces, que los caminos estén torcidos si el
punto de llegada está derecho.Kissinger descuida a veces la sutileza,
otras veces la extrema, pero ni por azar se le escapa una frase que lo
comprometa. En la historia del golpe contra Salvador Allende, por
ejemplo, las huellas de sus manos están por todos lados, pero él mismo
no aparece. Aprueba acciones ilegales, se entera de crímenes que podría
detener y los consiente, pero siempre se las arregla para seguir en el
centro mientras camina por el costado. Su paso menos escrupuloso en el
caso chileno es la definición de democracia que dio al asumir Salvador
Allende y que, con el tiempo, se ha vuelto célebre: “No hay razón para
permitir que un país se vuelva marxista sólo porque su pueblo es
irresponsable”.Durante la última dictadura argentina, la astucia de
Kissinger voló con una eficacia tan sublime que ni el documental de los
ingleses ni el entonces embajador de Estados Unidos en Buenos Aires,
Robert Hill, pudieron encontrar una sola fisura. La película no incluye,
por lo tanto, imágenes de esas desdichas. El implacable Hitchens, en
cambio, le dedica las primeras páginas de su libro.Según su relato
–basado en documentos oficiales que ahora son de acceso público–, el
embajador Hill se entrevistó con el canciller argentino, almirante César
Guzzetti, poco antes de que éste viajara a Washington en octubre de
1976. Le dijo que el asesinato de sacerdotes y la matanza de opositores
en las calles podía incomodar a los Estados Unidos. “Queremos que los
terroristas sean derrotados lo antes posible –advirtió–, pero dentro de
la ley.”“Guzzetti regresó de Washington exultante –informó más tarde el
embajador Hill–. Al parecer, se le dijo allí que los problemas con los
derechos humanos en la Argentina inquietaban sólo a unos pocos miembros
del Congreso y a un sector ínfimo de la opinión pública.” Según Hill,
los desaparecidos sumaban entonces 1022 y la cifra podría haberse
quedado allí. La luz verde que Kissinger dio a la represión estimuló la
matanza, los campos de concentración y el saqueo de los bienes de muchos
argentinos.En el documental inglés, Hitchens apostrofa al ex secretario
de Estado con la esperanza –vana hasta ahora y quizá para siempre– de
que lo acuse por difamación ante los tribunales. Nada haría más feliz al
provocador. Eso permitiría, dice, que cientos de documentos vedados
salgan a la luz. “Creo que es un criminal de guerra –desafía Hitchens,
mirando a la cámara–. Creo que es un mentiroso. Creo que es responsable
de asesinatos y secuestros.” Con arrogancia insuperable, Kissinger
descarta las dentelladas del enemigo por insignificantes.En mayo próximo
cumplirá 80 años. Mientras Slobodan Milosevic, Augusto Pinochet y Jorge
Rafael Videla han sido juzgados por crímenes contra la humanidad, el
patriarca que amparó e inspiró a los dos últimos vive un otoño de paz,
riqueza y fama.La historia, que ha condenado a todos los depredadores
del siglo XX, tal vez deje indemne a Kissinger. La historia pertenece a
quienes la escriben, y él todavía sigue allí, rehaciéndola a su medida.
Por Tomás Eloy Martínez
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