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miércoles, 6 de agosto de 2014

MENEM - CLINTON. ALCA 1999

Diario "La Nación". Buenos Aires, 7 de marzo de 1999.
Viaje a la dimensión cultural desconocida
A partir del análisis de las diferencias entre las tradiciones iberocatólica y angloprotestante, Lawrence E. Harrison se plantea en El sueño panamericano (Ariel) las posibilidades de éxito de una comunidad continental construida al estilo de la Unión Europea.
EL 11 de diciembre de 1994, en Miami, treinta y cuatro jefes de Estado del hemisferio occidental firmaron la Asociación para el Desarrollo y la Prosperidad. (...) Entre las metas de la cumbre (...) estaba la negociación de un Area de Libre Comercio de las Américas en un plazo de diez años.
(...) Treinta y tres años antes, el 17 de agosto de 1961, en Uruguay, el presidente John F. Kennedy y los jefes de Estado latinoamericanos habían firmado la Carta de Punta del Este, que inauguró la Alianza para el Progreso (...). América Latina sería transformada (...) en el término de diez años. Pero diez años más tarde la Alianza había perdido su rumbo en una ola de golpes militares.
La Asociación para el Desarrollo y la Prosperidad (...), ¿está destinada a seguir los pasos de la Alianza para el Progreso, la Política del Buen Vecino de Franklin Roosevelt, y una cantitad de iniciativas hemisféricas menos conocidas, hacia el cementerio de las buenas intenciones frustradas, de sueños panamericanistas? (...) Al norte, los Estados Unidos y Canadá, países prósperos del Primer Mundo, con instituciones democráticas centenarias. Al sur, los países pobres de América Latina, en el Tercer Mundo, cuyas tradiciones e instituciones políticas centenarias son, en su mayor parte, autoritarias y que, en la mayoría de los casos, están comenzando a hacer su experiencia con las instituciones democráticas y las políticas económicas de libre mercado por primera vez. ¿Por qué los Estados Unidos y Canadá son tan distintos y están tan adelantados respecto de América Latina? ¿Por qué le tomó tanto tiempo a América Latina comprender que el capitalismo democrático y las relaciones íntimas y abiertas con los Estados Unidos convienen a sus propios intereses?
(...) Visité Washington en enero de 1995 (...) para hablar con los hacedores de la política del gobierno estadounidense sobre las perspectivas del hemisferio occidental. No obstante la incipiente crisis mexicana, todos estaban igualmente eufóricos (...) y convencidos de que había amanecido un nuevo día para las relaciones en el hemisferio. Y, seguramente, había algunas diferencias importantes desde los años de la Alianza: gobiernos libremente elegidos estaban en el poder en todas partes, excepto Cuba y, menos obviamente, México (...). Los intelectuales y políticos latinoamericanos que habían pasado el período posterior a la Segunda Guerra Mundial culpando a los Estados Unidos, la "dependencia" y el "imperialismo" por los problemas de América Latina, se convencían cada vez más de que sus problemas tenían orígenes locales, y que su bienestar dependía en gran medida de relaciones íntimas, políticas y económicas, con los Estados Unidos. Y casi todos los gobiernos latinoamericanos estaban siguiendo políticas de libre mercado (...), después de décadas de experimentos estatistas (...).
El optimismo de mis interlocutores del Departamento de Estado y el Consejo Nacional de Seguridad reflejaba las nuevas políticas económicas latinoamericanas.
(...) Poco después de mi visita a Washington, el peso mexicano fue devaluado (...). Más aún, la crisis les quitó valor a los cálculos costo-beneficio sobre los cuales se basó la decisión de EE.UU. de aprobar el NAFTA (...).
Economistas prominentes (...) han desarrollado explicaciones técnicas sofisticadas acerca de qué fue lo que salió mal en México; pero tales explicaciones se refieren (...) a una dimensión de la crisis (...) y son semejantes (...) a culpar de la caída del Imperio otomano a una devaluación administrada torpemente. La crisis mexicana ocurrió en un escenario (...) cultural (...) que Summers y otros han ignorado (...). La crisis mexicana nos compele a recordar que las relaciones íntimas comerciales son riesgosas en ausencia de valores e instituciones compartidas.
(...) La Asociación para el Desarrollo y la Prosperidad, ¿está condenada a revivir las desilusiones (...) de la Alianza para el Progreso? Dado que la viabilidad de la Asociación dependerá (...) de la solidez de los valores (...) a compartir, es imposible formular esta pregunta sin plantear otra cuestión (...): ¿por qué, al acercarnos al fin del siglo veinte, Canadá y los Estados Unidos (...) están medio siglo por delante de América Latina (...)? (...) Creo que (...), el factor más importante detrás de la evolución divergente de las partes norte y sur del hemisferio occidental son los valores culturales y las actitudes con respecto (...) al trabajo, frugalidad, educación, mérito, comunidad y justicia. Canadá y los Estados Unidos han recibido una poderosa influencia de la cultura angloprotestante, que enfatiza esos (...) valores (...). América Latina ha recibido una poderosa influencia de la cultura iberocatólica, que acuerda menor prioridad a esos valores. Las (...) diferencias culturales son palpables en una visión del mundo en Canadá y los Estados Unidos, (...) muy distinta a la de los latinoamericanos. Esas diferencias también ejercen influencia en las políticas divergentes y las fuerzas institucionales contrastantes (...).
La cultura se adquiere, no se transmite genéticamente. Y cambia, como hemos visto en el Japón del siglo XIX, y en la Turquía postotomana, e incluso en la misma España en este siglo. Y está cambiando en América Latina, llevada principalmente por los medios masivos de comunicación, sobre todo la televisión; niveles de educación más altos, si bien todavía atrasados; el creciente consenso de que el capitalismo democrático es la forma más eficiente y justa de organizar a las sociedades humanas; y, hasta cierto punto, por el rápido crecimiento del protestantismo, entre otros factores. Y también hemos visto casos, por ejemplo en Chile en los años recientes, donde las nuevas políticas e instituciones reciben la influencia de la altura, pero la cultura también recibe la influencia de las nuevas políticas e instituciones.
Si la divergencia Norte-Sur en el hemisferio se explica principalmente por las diferencias culturales fundamentales, entonces la convergencia depende en gran medida del cambio cultural en América Latina: el refuerzo de aquellos valores que yacen bajo el éxito de Canadá, los Estados Unidos, Europa occidental y, ahora, de varios países de Asia oriental.
¿Perdurarán estas tendencias? Las instituciones democráticas ¿se enraizarán de manera firme e irreversible, y su funcionamiento conducirá a la liberalización de las sociedades latinoamericanas como ha ocurrido en otras países, por ejemplo en España? Las nuevas políticas económicas ¿producirán beneficios generalizados con la rapidez suficiente como para superar las presiones políticas que surgen inevitablemente, en particular como consecuencia de la contención fiscal y monetaria necesarias para alcanzar la estabilización? Y la combinación de instituciones democráticas y políticas económicas abiertas, ¿llevará a estas sociedades hacia una distribución más equitativa de ingresos, salud, tierra y oportunidades, como ocurrió en España?
¿Por qué le llevó tanto a América Latina el adoptar el modelo capitalista democrático y buscar relaciones económicas estrechas con los Estados Unidos? La comunidad intelectual de los Estados Unidos tiene cierta responsabilidad por esta costosa demora al reforzar el punto de vista tradicional de muchos intelectuales políticos latinoamericanos de que los Estados Unidos son una superpotencia codiciosa, irresponsable, incluso brutal, cuya influencia es el resultado de la misma "explotación" que causó subdesarrollo de América Latina.
(...) Lo que suceda en América Latina en general, y en las relaciones de América Latina con los Estados Unidos y Canadá, estará decisivamente influido por lo que ocurra en la Argentina, Brasil, Chile y México (...). Los cuatro países son actores principales tanto dentro de América Latina como dentro del hemisferio occidental en estos años de transición. Si el movimiento hacia la modernidad capitalista democrática se demuestra irreversible en estos países, el resto de América Latina seguramente lo seguirá.
La Argentina, que era considerada un país desarrollado a comienzos de este siglo, ha salido recientemente de muchas décadas de militarismo, políticas económicas nacionalistas, alta inflación y estancamiento económico, y en la actualidad goza de estabilidad política democrática, estabilidad de precios y perspectivas económicas mejores, pese al "efecto tequila" del colapso financiero de México a fines de 1994, al impacto de la crisis asiática de 1997-98 y al "efecto vodka" del colapso del rublo ruso en 1998. Pero la apertura de la economía argentina ha sido acompañada por significativos déficit de la balanza comercial, altos niveles de desempleo y estancamiento de los salarios reales, todo lo cual se ha visto agravado por el efecto tequila. La gran pregunta es si la tradición cultural antidemocrática de la Argentina está cambiando lo suficientemente rápido como para permitir que sus incipientes instituciones democráticas soporten las presiones políticas de corto plazo generadas por la reforma económica. La victoria de Carlos Saúl Menem en las elecciones presidenciales de 1995, con la Argentina todavía sacudida por el terremoto económico mexicano, fue un síntoma alentador, lo mismo que la profundización del pluralismo que se evidencia desde entonces.
Durante el siglo veinte, la economía del Brasil ha estado entre las de más rápido crecimiento en el mundo, pese a la alta inflación crónica que contribuyó a que Brasil alcanzara el récord de extrema iniquidad en la distribución del ingreso y la riqueza. En 1994, Fernando Henrique Cardoso, que fuera antes un gurú de la teoría de la dependencia y ahora un centrista que busca lazos más estrechos con los Estados Unidos, fue elegido presidente luego de comprometerse en un exitoso programa te estabilización justo antes de las elecciones. A fin de mantener la inflación bajo control, tuvo que hacer un corte drástico de los gastos de gobierno tanto a nivel nacional como estatual, incluida la privatización de las empresas del gobierno ineficientes, que ninguno de sus predecesores fue capaz de cumplir ante las fuertes presiones políticas. Pero, tal como lo demuestra su desempeño a lo largo de este siglo, Brasil posee tanto los recursos como la actitud empresaria para sostener un alto crecimiento. Las preguntas cruciales se plantean acerca de su capacidad para 1) ejercer la restricción fiscal, especialmente a través de la privatización, y 2) orientarse a una mayor equidad, y al mismo tiempo presentar el experimento democrático.
Chile ha estado a la cabeza de la adopción de políticas económicas abiertas que se han convertido en el modelo aceptado en toda América latina. Estas políticas se instalaron durante el régimen de Pinochet y se han mantenido a través de los siguientes gobiernos elegidos de los democristianos Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle. No obstante el período Allende-Pinochet, la tradición democrática en Chile es más fuerte que en la mayoría de los países latinoamericanos, y su resonante éxito económico en los años recientes refleja una combinación de buenas políticas con las fuerzas culturales e institucionales que también explican esa tradición de progreso. Pero Chile ha estado entre los países más inequitativos del mundo con respecto a la distribución del ingreso. Y la medida en que su rápido crecimiento esté acompañado por una mejora en el nivel de vida de la clase trabajadora es un tema crucial, y no el menor de todos, para una continuada estabilidad política chilena.
Las dos últimas décadas del siglo XX han visto cambios dramáticos en la economía mexicana y en las relaciones de México con los Estados Unidos. Pero también han remarcado las falencias políticas y sociales de México, y el fracaso de la Revolución de 1910 y de su descendiente, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), para modernizar a México. El símbolo de este fracaso es el torrente de mexicanos pobres que migran, a menudo ilegalmente, a los Estados Unidos. La crisis económica que explotó poco después de que Ernesto Zedillo asumiese como presidente a fines de 1994, pronto se convirtió en una crisis política, que amenaza gravemente el monopolio político de que disfrutó el PRI durante la mayor parte del siglo.
(...) El comercio, el narcotráfico y la inmigración son tres hilos destacados y controvertidos en la tela de las relaciones hemisféricas.
(...) El Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano, que abre el libre comercio entre Canadá, los Estados Unidos y México, es un símbolo reciente del dramático desplazamiento del punto de vista de América Latina sobre las relaciones económicas con los Estados Unidos, en particular porque fue promovido por un presidente mexicano, Carlos Salinas de Gortari. Tres grandes cuestiones se ligan a su futuro: 1) los límites del desarrollo del NAFTA que pueden estar implícitos en una organización que combina países ricos y pobres -a diferencia de la Unión Europea, donde sólo Grecia y Portugal, que representan el 6% de la población total de la Unión son "pobres" (si bien el PBN per cápita de ambos es superior al de cualquier país latinoamericano)-_; 2) el impacto de la crisis mexicana sobre el NAFTA, y viceversa, y 3) el acceso de otros países latinoamericanos y del Caribe tras la crisis mexicana.
El narcotráfico tiene obvios efectos perniciosos para los países consumidores, sobre todo los Estados Unidos, donde el mercado involucra a millones de compradores, pero también para Canadá y, cada vez más, para los mismos países latinoamericanos. En cuanto una parte significativa del empleo, ingreso y beneficios del comercio exterior se basa en la producción, procesamiento y transporte de drogas en América Latina, sobre todo en Colombia, Bolivia, Perú y México, el narcotráfico representa una amenaza mortal a las frágiles instituciones democráticas de esos países, y su influencia corruptora puede sentirse prácticamente en todos los países latinoamericanos.
En especial desde 1965, cuando los Estados Unidos promovieron una liberalización sustancial de sus políticas de inmigración, el hemisferio presenció un vasto flujo de inmigrantes legales e ilegales -quizás más de 10 millones- del sur al norte, con México como su fuente principal. En años recientes, la política de inmigración del Canadá ha sido la más liberal de los países desarrollados, donde cada año se admite alrededor del 1% -unos 275.000- de la población total del Canadá. (El uno por ciento de la población de EE.UU. representaría unos dos millones y medio de inmigrantes por año, aproximadamente el doble del flujo de inmigrantes legales e ilegales a los Estados Unidos.) La inmigración se ha vuelto una cuestión política candente en ambos países.
Sus consecuencias para los países receptores son tanto positivas como negativas, pero al menos en los Estados Unidos, parece estar formándose un consenso de que los inmigrantes sin educación ni capacitación compiten con los ciudadanos pobres por los puestos de trabajo y servicios sociales, y que deprimen los niveles salariales del extremo inferior. Obviamente, los países de emigración se benefician con la salida de personas sin capacitación, en parte porque son incapaces de generar empleo para ella, en parte porque se benefician con las remesas que los emigrantes envían a sus parientes en casa.
Me preocupa en especial saber hasta qué punto los inmigrantes latinoamericanos, de los cuales los mexicanos constituyen en mucho la mayor proporción se están aculturando al sistema de valores norteamericano. Si los problemas de América latina reflejan la cultura iberocatólica, entonces la perpetuación de esa cultutra en los inmigrantes llevará a un rendimiento económico por debajo del promedio, con los consiguientes problemas sociales que agravarán los ya preocupantes problemas de pobreza y división en los Estados Unidos. .

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