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martes, 17 de junio de 2014

INSTANTANEAS. PASQUINI GABRIEL (COMPILADOR) LIBRO.

Libros / Anticipo

De Benghazi al conurbano

Instantáneas (Ariel, compilación de Gabriel Pasquini) reúne crónicas de trece reconocidos periodistas con su retrato de realidades y geografías tan disímiles como Nicaragua, China, Siria y la Argentina. Aquí, fragmentos de un texto del norteamericano Jon Lee Anderson sobre los rebeldes que se alzaron contra Muammar Khadafy y lograron su caída
Tres de los grandes ejércitos del mundo han conspirado súbitamente para apoyar a un grupo de gente de las ciudades y pueblos costeños de Libia, conocido, vagamente, como "los rebeldes". Muammar Khadafy, que combina un sentido fantasmagórico de la realidad con una capacidad ilimitada para el terror, apareció en televisión para decir que los rebeldes no son otra cosa que extremistas de Al-Qaeda, obnubilados por alucinógenos deslizados en su Nescafé con leche. El presidente Obama, que está tironeado entre el imperativo de rescatar a libios inocentes de la masacre y no caer en otra guerra prolongada, describió a los mismos rebeldes de modo bien diferente: "Gente que está buscando un mejor modo de vida".
Durante las semanas de reporteo en Benghazi, y a lo largo de la caótica y cambiante línea del frente, he pasado gran cantidad de tiempo con estos voluntarios. El núcleo duro de los combatientes han sido los shabab -los jóvenes cuyas protestas encendieron la chispa del levantamiento en febrero. Van de duros de la calle a estudiantes universitarios (muchos de informática, ingeniería o medicina), y se les han unido desempleados alternativos y mecánicos, mercaderes y tenderos de mediana edad. Hay un contingente de trabajadores de empresas extranjeras: ingenieros marítimos y de petróleo, supervisores de la construcción, traductores. Hay ex soldados, con sus culatas pintadas de rojo, verde y negro -los colores súbitamente ubicuos de la bandera libia anterior a Khadafy.
Y hay unos pocos barbudos religiosos, más disciplinados que los otros, que parecen decididos a pelear en el peligroso extremo de las líneas de avanzada. Parece improbable, sin embargo, que representen a Al-Qaeda. He visto plegarias en el frente de Ras Lanuf, pero la mayoría de los combatientes no asistían. Un combatiente con aspecto de fanático en Brega reconoció que era un jihadista -un veterano de la guerra de Irak-, pero dijo que daba la bienvenida a la intervención norteamericana en Libia, porque Khadafy era un kafir, un infiel.
Fuera de Ajdabiya, un hombre llamado Ibrahim, uno de muchos emigrados que han regresado, dijo: "Los libios han sido siempre musulmanes, buenos musulmanes". La gente de aquí se considera decente y observante; un poco a la antigua y provinciana, pero no islamista radical. Ibrahim tiene 57 años. Vive en Chichago y dejó su negocio de autopartes y lavado de autos a un amigo para poder venir y luchar. Ha hecho su vida en los Estados Unidos, dijo, pero era su deber como libio ayudar a librarse de Khadafy, "el monstruo".
El mes pasado, hombres como Ibrahim se lanzaron al combate como si fuera una extensión de las protestas callejeras, incitados por la rebeldía y la bravuconería, pero apenas capaces de manejar armas. Para muchos, la lucha consiste mayormente en una actuación -bailar y cantar y disparar al aire?y en correr alrededor de improvisados vehículos de guerra. El ritual prosigue hasta que las bombas de Khadafy los sacan a las disparadas. En los primeros días del contraataque gubernamental, los jóvenes combatientes estaban indignados por que el enemigo les disparara con artillería real. Muchos cientos han muerto.
La realidad del combate ha atemorizado a los rebeldes, pero también ha fortalecido la resolución de aquellos que perdieron amigos o hermanos. Fuera de Ajdabiya, conocí a Muhammad Saleh, un joven mecánico armado tan sólo con una bayoneta. Apenas una o dos horas antes, había visto morir a su hermano menor. Pocos días después, me contó que estaba planeando comprar armas en el mercado negro y volver a la batalla con un grupo de diez amigos. Con liderazgo y entrenamiento profesional (posiblemente del extranjero), los rebeldes podrían, eventualmente, volverse algo así como un ejército propiamente dicho. Pero, por ahora, tienen quizás unos mil combatientes entrenados y están en una penosa inferioridad en lo que hace al poder de fuego. La semana pasada, un ex oficial del ejército me dijo: "No hay ejército. Sólo nosotros, unos pocos voluntarios como yo y los shabab".
Quedan por responder preguntas importantes sobre los líderes de la rebelión: quiénes son, cuáles son sus ideas políticas y qué harán si cae Khadafy. En la corte de la castigada costanera de Benghazi, sede de facto de la revolución libia, un grupo de abogados, médicos y otros profesionales se han designado unos a otros en un batiburrillo de "consejos de liderazgo". Hay un consejo de la ciudad de Benghazi y un Consejo Nacional Provisional, encabezado por un anodino pero aparentemente honesto ex ministro de Justicia, Mustafa Abdel Jalil, quien pasa su tiempo en Bayda, a ciento cincuenta millas de distancia. Otras ciudades tienen consejos propios. Los miembros son intelectuales, ex disidentes y hombres de negocios, muchos de ellos de viejas familias que fueron prominentes antes de que Khadafy llegara al poder. Lo que no son es organizados. Ninguno puede explicar cómo trabaja el consejo de Benghazi con el Consejo Nacional. La semana pasada, otro gobierno en las sombras, el Consejo de Manejo de Crisis, fue anunciado en Benghazi; no está claro cómo su líder, un ex experto en planificación del gobierno llamado Mahmoud Jibril, coordinará sus acciones con Jalil, o si lo ha suplantado.
Se vuelve aún más confuso: hay dos jefes militares que compiten entre sí. Uno es el general Abdel Fateh Younis, quien fue ministro del Interior de Khadafy y comandante de las fuerzas especiales libias hasta que "desertó" hacia el lado rebelde. Youni ha estado ausente públicamente y es visto con desconfianza por los shabab y por muchos miembros de los consejos. El otro jefe, coronel Khalifa Heftir, es un héroe de la guerra libia contra Chad en los 80; más tarde se volvió contra Khadafy y, hasta hace poco, estaba en el exilio en los Estados Unidos. A diferencia de Younis, despierta amplia admiración en Benghazi, pero también se ha mantenido fuera de la vista, evidentemente en un campamento secreto del ejército donde está preparando tropas de elite para la batalla.
Mustafa Gheriani, hombre de negocios y vocero rebelde, reconoció las ineficiencias pobretonas de los consejos revolucionarios, pero me insistió en que no creyera las acusaciones de Khadafy sobre el extremismo. "La gente de aquí mira a Occidente, no a alguna clase de sistema socialista o de cualquier otro extremo, eso es lo que hemos tenido antes", dijo. "Pero, si se decepcionan de Occidente, pueden convertirse en presa fácil para los extremistas."
Antes de que las tropas de Khadafy llegaran a Benghazi, hubo gran cantidad de bravuconería revolucionaria; los libios estaban unidos en su odio a Khadafy, decían los rebeldes, y si sus fuerzas intentaban tomar la ciudad se levantarían y lucharían. Pero cuando las primeras columnas de soldados llegaron al borde de la ciudad, muchos miles de benghazíes -incluyendo a algunos miembros del consejo local-huyeron al Este. De aquellos que se quedaron a pelear, más de treinta murieron, y el esfuerzo fue salvado por la llegada de los aviones franceses. Desde entonces, la retórica sobre la unidad ha cambiado para incluir comentarios suspicaces sobre los leales a Khadafy, muchos de los cuales han sido rodeados y detenidos, en algunos casos violentamente.
Gheriani intentó asegurarme que el nuevo Estado con que sueñan los rebeldes será liderado, no por hordas confundidas o extremistas religiosos, sino por "intelectuales educados en Occidente", como él. Si se trata sólo de su optimismo -del cual ha habido gran cantidad por aquí en las últimas semanas-, no se sabe. Después de cuarenta y dos años de Muammar Khadafy -su crueldad, su pretensión megalómana de liderazgo en Africa y en el mundo árabe, sus divagaciones de oráculo-, los libios no saben qué es su país, mucho menos qué será.
Con todo, algunas cosas están claras. En Benghazi, un influyente hombre de negocios llamado Sami Bubtaina expresó un sentimiento compartido: "Queremos democracia. Queremos buenas escuelas, queremos prensa libre y el fin de la corrupción, un sector privado que ayude a construir la nación y un Parlamento para librarnos de quien sea, cuando sea que queramos". Estos son objetivos honorables. Pero esperar que sean alcanzados fácilmente es negar el costo de décadas de locura, de terror y de la erradicación deliberada de una sociedad civil..

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