Domingo 31 de julio de 2005
Hiroshima
Una memoria de consuelo, sombras y piedra
Por Diana Fernández Irusta
De la Redacción de LA NACION
De la Redacción de LA NACION
La película, claro, es "Hiroshima mon amour". El director francés Alain Resnais la realizó en 1959, con impecable guión de Marguerite Duras. Tres años antes había filmado "Noche y niebla", un crudísimo documental sobre los campos de exterminio nazis. Con ambos films, el realizador había logrado abordar los dos grandes traumas del siglo XX. Posiblemente, los dos hechos por los cuales la humanidad perdió la inocencia, de una vez y para siempre. En parte documental y en parte ficción, "Hiroshima..." le permitió a Resnais destacar la fragilidad de los destinos individuales frente a las catástrofes históricas. También, realizar uno de los más bellos testimonios fílmicos sobre el doloroso ejercicio de la memoria. Y poner sobre el tapete una cuestión crucial, que merece ser traída al presente: ¿qué sería, hoy, a sesenta años de la explosión de la primera bomba atómica, ver Hiroshima? Quizás, recordar el momento exacto de la detonación: las 8.15 del 6 de agosto de 1945. O volver a consultar las cifras de las víctimas: 140.000 muertos ese mismo día; 180.000 al cabo de unos años. Apuntar que, dos días después, fue el turno de Nagasaki. Allí murieron 70.000 personas inicialmente, 140.000 luego de un tiempo.
En agosto de 1955 el gobierno japonés construyó el Museo de la Paz de Hiroshima. Kenzo Tange fue el arquitecto responsable de esta estructura organizada en dos áreas: el edificio Este, destinado a contar la historia de la ciudad antes y después de la catástrofe; el edificio Oeste, que exhibe las pertenencias de las víctimas, fotografías y otros documentos. Próximo a este edificio, se encuentra el Parque de la Memoria, que cubre cerca de 122.100 metros cuadrados. Esa zona fue el lugar donde cayó la bomba. "Se estima que en ese momento unas 6500 personas vivían en el distrito --indica la página web del museo--. Además, cientos de voluntarios y estudiantes se habían movilizado a esa área para realizar tareas colectivas. Todas esas vidas y el distrito desaparecieron instantáneamente".
Se calcula que un millón de personas visita ese memorial cada año. Allí se enteran de que los cuerpos de aquellos que estaban en el epicentro de la explosión quedaron en tal estado de deterioro que fue imposible identificarlos. Leen los escalofriantes relatos: "La onda de calor llegó hasta tres mil grados centígrados. La detonación creó una bola de fuego que brillaba como un pequeño sol y alcanzó un diámetro de 280 metros en un segundo. El calor y la radiación se expandieron en todas las direcciones, destruyendo y quemando todo". Observan los restos carbonizados de prendas, relojes y otras pequeñas pertenencias que portaban las víctimas. Se informan sobre los efectos devastadores de la radiación. Y, sin embargo, probablemente no vean Hiroshima. Porque es difícil verla si se piensa esa tragedia como algo estrictamente ajeno, que sólo les pasó 60 años atrás a las personas que vivían en esa ciudad.
Además de biólogo, Eduardo Wolovelsky es un apasionado --y crítico-- estudioso de las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad. Integra el proyecto Nautilus del Centro Cultural Ricardo Rojas, donde se dedica a la comunicación y reflexión sobre la ciencia. Para él, Hiroshima constituye --junto con Auschwitz-- un hecho clave para entender "el fin de las esperanzas del siglo XX y de la Ilustración, aquella ilusión de un mundo progresivamente más justo, creado sobre los cimientos del conocimiento científico-técnico". Entre otras cosas, Wolovelsky descree de los museos como espacios eficaces para promover la memoria. "Considero que los museos o las referencias escolares a este tipo de hechos son necesarios, pero no suficientes --indica--. El problema es que no logran darle relevancia en el presente. No habría que discutir Hiroshima sólo el 6 de agosto, porque varios de los factores que lo hicieron posible siguen teniendo vigencia hoy".
En esta línea de pensamiento se ubica también el lingüista y filósofo francés de origen búlgaro Tzvetan Todorov. En el libro Memoria del mal, tentación del bien analiza diversos momentos en los que, durante el siglo XX, se llevaron a cabo hechos atroces en nombre del "bien de la humanidad". Dice este estudioso: "En Hiroshima se cometió un mal en nombre de un bien al que seguimos aspirando: la paz y la democracia. Sólo es, nos dicen, el medio, tal vez lamentable pero inevitable, puesto al servicio de un fin que sigue siendo noble".
Por otro lado, este autor sostiene que lo que se buscaba en aquellos aciagos días de 1945 no era únicamente la finalización de la guerra sino la puesta a punto de un "artefacto" que, aunque ya no era estrictamente necesario (se sabía que Alemania ya no estaba desarrollando una bomba similar y que la derrota de Japón era inminente), seguía siendo técnicamente seductor. Para Todorov, el ejercicio de este tipo de pensamiento, que olvida coordinar medios y fines es la gran amenaza que oscurece nuestro presente. En sintonía, Wolovelsky afirma: "El problema de la razón instrumental actual es que lo tecnológico se convierte en un fin en sí mismo; habría que preguntarse más seguido por el sentido o posible aplicación de ciertos desarrollos científicos y técnicos. Antes de arrojar la bomba atómica sobre la población civil de Hiroshima, se barajó la posibilidad de hacer una demostración frente a las autoridades de Japón. Pero la idea fue rechazada. Y no por los militares, sino por los físicos que participaban en el proyecto".
Frente a la crueldad de ciertos sucesos, cobra sentido la frase que Emmanuelle Riva, la actriz de "Hiroshima mon amour" le susurra a Eiji Okada, su colega japonés: "He deseado una memoria de consuelo, de sombras y de piedra". Más de cuatro décadas después, bien podría responderle otra mujer, la escritora Susan Sontag, que, siempre lúcida, en su libro Ante el dolor de los demás escribió: "Quizá se le atribuye demasiado valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión." .
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