Diario “La
Nación”. Sábado 20 de marzo de 2004
Bush-Menem: vidas paralelas
George W. Bush ha influido más que ninguno de sus contemporáneos
sobre las incertidumbres del presente y la corrosión del futuro. Extrañamente,
algunos de sus rasgos evocan los del ex presidente argentino Carlos Menem.
Disímiles en recursos oratorios, en capacidad militar y, sobre todo, en la
vastedad de su poder, son sin embargo iguales en la facilidad para exhibirse
como defensores de los intereses de sus países cuando, en verdad, están
defendiendo los de sus familias y corporaciones. Establecer sus semejanzas
morales puede ser un ejercicio útil en estos tiempos de valores confundidos.
Menem parecía más astuto y articulado de lo que suele ser
Bush. Aunque se jactó de haber leído las obras completas de Sócrates, del que
sólo sobreviven las líneas escritas por Platón, no cometió sin embargo errores
tan llamativos como atribuir la contaminación ambiental a las impurezas del
aire, lo que significa poner los efectos antes que las causas. Con el mismo
denuedo y eficacia que el presidente norteamericano, insistió en negar por la
noche las cosas que había dicho por la mañana. Las evidencias de la realidad
fueron, para los dos, sólo nubarrones de la metafísica.
Bush ha encontrado en la guerra preventiva un caldo de
cultivo eficaz para defender como puede su decreciente popularidad. Las
amenazas terroristas de Al-Qaeda, en vez de amedrentarlo, lo oxigenan. Son, sin
embargo, sus escaramuzas domésticas las que componen el retrato que más lo
acerca al Menem que tan bien conocen los argentinos.
En los últimos meses han aparecido al menos cuatro libros
que refieren la telaraña de intereses que tienen a Bush como ejecutor y centro:
uno, El precio de la lealtad, escrito por Ron Suskind, resume las ya célebres
indiscreciones de Paul O'Neill según las cuales la invasión de Irak estaba
decidida desde el primer día de gobierno; otro es el extenso ensayo de Kevin
Phillips sobre la dinastía Bush, American Dynasty; un tercero, Big Lies
(Grandes mentiras), de Joe Conason, sirve filosamente a lo que promete el
título: es un inventario de las sutiles armas de propaganda con las que el gobierno
distorsiona cualquier verdad; y un cuarto, Bushwhacked (literalmente,
emboscados), de Dubose e Ivins, describe con datos abrumadores la película de
terror en que está convirtiéndose la vida cotidiana en los Estados Unidos.
Desde hace por lo menos tres generaciones, la familia
Bush -según Phillips- se ha encaramado en el poder político para defender sus
privilegios. Y, a diferencia de los Rockefeller y de los Kennedy, ha
considerado que no debía dar nada a cambio: hay entre ellos gobernadores y hombres
de negocios, ninguno de los cuales siente la menor inclinación filantrópica.
Tanto Jeb Bush, el gobernador de Florida que tan decisivo
fue en la elección presidencial de su hermano, como Neil Bush -otro hermano-
recibieron créditos millonarios de bancos que luego quebraron, y en los
laberintos de la burocracia vieron reducidas sus deudas a una décima parte, o a
nada. Otro hermano, Marvin, se enriqueció después de la guerra del Golfo
sirviendo en compañías norteamericanas asociadas con la familia real de Kuwait.
El propio George W. sacó también provecho de las conexiones del clan en Medio
Oriente. Según el libro de Phillips, una de sus primeras inversiones ventajosas
fue Arbusto (en inglés, bush), una empresa en la que al parecer estaba
involucrada la familia Bin Laden.
Arraigada en La Rioja mucho después de que los Bush se
establecieron en el sur de los Estados Unidos, la familia Menem también
manifestó escasa vocación filantrópica y una pasión desmedida por los
privilegios que confiere el poder. Hay señales abrumadoras de que algunos de
sus miembros se beneficiaron al privatizarse las empresas del Estado y, en un
par de casos, hubo denuncias -una de ellas publicada en la primera página de
The New York Times- de que su representante más conspicuo recibió dinero por
encubrir una de las mayores tragedias de la nación: la voladura de la mutual
judía. Como ha sucedido con la familia Bush, el dolor y las matanzas podrían
haber contribuido a mejorar las arcas de la familia Menem, o al menos así lo
señalan indicios acumulados en el libro de Phillips y en la abundante
literatura argentina sobre el tema.
Otros factores unen a los dos clanes: la negación de la
realidad, la facilidad para salir bien librados de los aprietos legales y el
desinterés absoluto por lo que podría pasar mañana con lo que se destruye hoy.
En los últimos meses de 2003, durante el gobierno de George W. Bush, se anunció
que las compañías mineras de metales preciosos podían apoderarse de todas las
tierras fiscales que quisieran si eso beneficiaba sus búsquedas. A la vez, se
las autorizó a arrojar los residuos -que son de alta toxicidad- en el área
explorada. Como Ivins y Dubose lo explican en Bushwhacked, esa decisión
invierte la rigurosa política de Bill Clinton para la protección del medio ambiente.
Pero nada de eso es extraño en un presidente que, como Bush, sigue oponiéndose
con tenacidad a firmar el Protocolo de Tokio y que no parece muy preocupado por
el progresivo calentamiento del planeta y por la extinción de los bosques.
Menem benefició a decenas de sus asociados en las
aluvionales privatizaciones de la década del 90 y en negocios menores que han
ido disimulándose en la bruma de los tiempos. Bush, por su parte, favorece a
las corporaciones que lo apoyaron con incesantes recortes impositivos.
Halliburton, una empresa en la que el vicepresidente Dick Cheyney tenía
intereses e influencia, se vio favorecida por un contrato de mil trescientos
millones de dólares después de la invasión de Irak.
El patriotismo de Bush podría probarse por el servicio
que prestó en la Guardia Nacional Aérea de Texas en tiempos de la guerra de
Vietnam. Sin embargo, no hay informes sobre su trabajo durante un año entero
entre mayo de 1972 y mayo de 1973. En ese lapso, además, fue suspendido como
piloto por faltar a un examen físico. Aun ahora sigue la discusión sobre lo que
Bush hizo de veras en aquellos años.
Menem, a su vez, sufrió una prisión moderada en Formosa
durante la primera etapa de la dictadura militar, pero al asumir la presidencia
indultó a los comandantes en jefe y así apagó el peso histórico de ese
padecimiento.
Es el lenguaje, sin embargo, lo que más acerca a esos dos
hombres. Menem ganó las elecciones de 1989 con ademanes y frases de alto
contenido religioso. El discurso con el que Bush anunció el ataque a
Afganistán, en octubre de 2001, estaba sembrado de frases tomadas del
Apocalipsis, y de los libros de Job, Isaías, Jeremías y el Evangelio de Mateo.
No son citas aisladas. En la biografía de los dos personajes, la certeza de que
una luz mística va abriéndoles paso asoma en cada gesto, en cada palabra. La
realidad es como Dios quiere, pero lo que quiere Dios -parecen decir- coincide
con lo que ellos quieren.
Menem solía poner las manos en el fuego por sus verdades
cada vez que su gobierno era acusado por un acto de corrupción. En los
discursos de Bush, los vocablos más usados son "guerra" y
"terrorismo", en tanto que otros como "desempleo",
"medio ambiente" y "déficit" han desaparecido casi por
completo.
La vida política de Menem parece haber entrado en un
ocaso sin fin. Bush, en cambio, aún podría influir sobre el porvenir del mundo
con un segundo período presidencial. Si pierde, su estrella sin sustancia se
apagará a un ritmo más veloz que la del argentino. Pero si gana, esa falta de
sustancia, unida a su vocación guerrera, se extenderá como una mancha de aceite
sobre todas las geografías. Bush parece poca cosa, pero el poder del que
dispone es miles de veces más grande que él. .
Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION
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