Reclamo masivo: el 20 de noviembre último se manifestaron en el Zócalo unas 150.000 personas.
Casi
al final de la manifestación popular del domingo pasado en el barrio de
Coyoacán, una de las innumerables que esa misma noche se realizaban en
distintos rincones de la Ciudad de México, la vanguardia de la marcha se
vio obligada a aminorar el paso. El obstáculo no era el siempre
agresivo tránsito del DF ni mucho menos la tan temida (y esperada) carga
de la represión policial. Justo debajo de una enorme bandera que
reclamaba la aparición con vida de los 43 estudiantes desaparecidos en
Ayotzinapa, una anciana de grueso pelo blanco y bastón en mano sintió
que las piernas le fallaban y que, a pesar de su esfuerzo, no podía dar
ni un paso más. Mientras tanto, la muchedumbre rabiosa e indignada no
dejaba de corear consignas en contra del presidente Enrique Peña Nieto, y
al toparse con la pequeñísima mujer inmóvil se detuvo para rodearla y
no pasarle por arriba. Cuando parecía que ella iba a doblarse sobre sí
misma, sin fuerza siquiera para pedir ayuda, dos jóvenes que venían
detrás suyo la tomaron de cada brazo, la llevaron a un costado y
rápidamente le dieron de beber agua mientras la sentaban en uno de los
bancos de la plaza.
-Abuela, ¿por qué vino? ¿No ve que está muy débil para estas cosas? -le pregunté.
-¿Débil? ¡Traeme a ese hijo de la chingada de Peña y vamos a ver quién está débil!
En
el México de hoy, esa rabia nada contenida no es ni de lejos patrimonio
exclusivo de octogenarias tan altivas como enclenques. La furia se hace
escuchar en cada esquina, surge en todos los encuentros y aparece en
cualquier conversación. A la conmovedora manifestación nacional del
jueves 20 que culminó en el Zócalo del DF le han seguido marchas y más
marchas en todo el país, y cualquiera que por estos días recorra las
calles de la capital advertirá que el descontento y la rabia no se
limitan a las grandes concentraciones populares. Están presentes en la
panadería, en los grafitis de los muros, en las funciones teatrales, en
la carnicería, en las redes sociales, en los cafés, en el mercado, en
los recitales, en el quiosco de revistas, en las plazas y en todas
partes donde haya al menos dos personas y un diálogo latente. Por ahora,
nadie quiere ser el irresponsable que califique este clima cotidiano de
prerrevolucionario, pero también es cierto que la sensación
palpable en el ambiente sugiere que la masacre de Iguala es una chispa a
punto de convertirse en incendio. La mayoría de las protestas fueron pacíficas, pero en el Zócalo estallaron episodios de violencia.
Tal vez una de las condiciones que avalarían la hipótesis prerrevolucionaria es
el brutal divorcio entre la población y el Estado, fractura abismal que
ha transformado a ambos actores sociales en antagonistas con
preocupaciones irreconciliables. Por un lado, la ciudadanía reclama la
aparición de los normalistas (o, en todo caso, pruebas concretas
de su asesinato); por el otro, el gobierno federal se muestra más
interesado en evitar que la ira popular derive en una violenta revuelta
en su contra. De la gigantesca marcha del jueves 20, que habría reunido a
cerca de 150.000 personas de distintos puntos del país, las autoridades
sólo se han referido al grupo de jóvenes que atacó a la policía en
pleno Zócalo, enfrentamiento que se saldó con 51 detenidos de los cuales
11 fueron acusados de delincuencia organizada. Para los
millones de mexicanos que aún no saben cómo enfrentar la alianza entre
gobernantes y narcos que mató, secuestró y desapareció estudiantes, los
únicos delincuentes organizados pertenecen a la clase política en el
poder; para el Estado, en cambio, de quienes habría que preocuparse es
de los veinteañeros que se cruzaron a golpes con granaderos y efectivos
policiales en la principal plaza de la capital, catalogados como
presuntos sediciosos por la Procuraduría General de la República (PGR)
porque entre ellos se llamaban compas. El desencuentro entre la
sociedad y la elite política es inocultable, y cada declaración emitida
por algún organismo o representante del gobierno aumenta de manera
exponencial el peso y la velocidad de esa bola de nieve sobre la que
corre la indignación social. ¿Por qué creerle al procurador general de
la república, Jesús Murillo Karam, cuando especialistas funerarios de
México y Colombia aseguran que es técnicamente imposible
incinerar 43 cuerpos en 15 horas al aire libre, tal como anunció en una
conferencia de prensa que, para colmo, dio por terminada con la ya
célebre frase: "Ya me cansé". ¿Y por qué habría que tomar en serio a una
primera dama como la actriz Angélica Rivera, que con indisimulable
irritación se tomó el trabajo de defenderse de las acusaciones
mediáticas de corrupción al explicar vía YouTube el origen financiero de
su mansión de más de 7 millones de dólares (un valor comparable a la de
Oprah Winfrey en California), pero en todo este tiempo fue incapaz de
comunicarse con los padres de los estudiantes desaparecidos para por lo
menos brindarles una palabra de consuelo? Día tras día, la sociedad
encuentra motivos para suponer que la complicidad del Estado en la
tragedia de Ayotzinapa no empieza ni termina con la detención del ex
alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y de su esposa, María de los
Ángeles Pineda Villa, de quienes hoy se sabe que sus vínculos con el
cártel Guerreros Unidos eran, como en el caso de Pineda Villa, hasta
familiares. A más de dos meses de los hechos que sacudieron el mundo,
muy probablemente la verdad se encuentre como el ex secretario de
Seguridad Pública de Iguala, Felipe Flores: prófuga, sin pistas de su
paradero, y con gente poderosa interesada en que no aparezca nunca. Las madres de los estudiantes desaparecidos luchan en Guerrero. Mientras
tanto, ¿cuál es la mejor manera de reaccionar frente al horror? Ante un
Estado que cobija delincuentes y los instala en el poder político, ¿qué
actitud debe tomar la población para evitar otros casos como el de
Ayotzinapa? Estas preguntas angustiantes recorren la piel de México, y
lo peor es que nadie sabe por dónde empezar a responderlas. "Es posible
que ahora sí las cosas cambien, pero en nuestra historia reciente ha
habido otras situaciones parecidas en las que la gente se indignó y al
final no pasó mucho -dice Juan Patricio, estudiante de 28 años-. Una fue
el asesinato de Colosio, en 1994, que era candidato presidencial del
PRI; otra, la masacre de Aguas Blancas, en 1995, en Guerrero también,
donde la policía mató a 17 campesinos, y una, en la que yo participé, el
rechazo del fraude electoral con el que Felipe Calderón ganó la
presidencia, en 2006. En todos esos momentos críticos dio la impresión
de que las cosas serían distintas, y la verdad es que nada cambió. Es
cierto que ahora la rabia es más fuerte que nunca, ¿pero con eso
alcanza?"
La
duda de Juan Patricio no es sólo suya. Para Joaquín, chofer de 42 años,
"todo empezó en 2006, con el fraude de Calderón. Después, el PRI robó
la presidencia para Peña Nieto con votos comprados con vales de despensa
en el supermercado Soriana, todo el mundo lo sabe. Hasta hoy están los
videos que cualquiera puede ver en YouTube. Si uno tolera abusos,
siempre va a haber uno más grande, y otro, y otro. Y eso es lo que pasó,
pero ahora ya les decimos que estuvo bueno, que lo de Ayotzinapa es el
último". ¿Y con las marchas y los reclamos se le pone punto final a los abusos?
Ah,
caray, pues no sé, pero por algo se empieza. ¿Qué deberíamos pedir?
Mucha gente quiere que renuncie Peña Nieto, pero eso no va a pasar.
¿Otra renuncia? Para todo lo que ocurrió, sería poco. Yo no sé, nadie
sabe. Pero esto tiene que cambiar.
En las redes sociales, tan
valiosas en las revueltas de España, Turquía y Brasil, el desahogo
personal se impone sobre la logística de una organización masiva con un
objetivo concreto. El activismo virtual se ha hecho visible en las muy
exitosas campañas virales #renunciaepn y #yamecansé, pero lo que
prevalece es el desconcierto y la denuncia más o menos solitaria de la
corrupción y la connivencia oficial con el crimen organizado. "Hay que
tener en cuenta que en México no estamos acostumbrados a las
movilizaciones ni a expresar en público la disconformidad con el
gobierno -dice Myriam, docente y activista virtual de 34 años-. Aquí
preferimos aguantar a quejarnos, porque ya sabemos que la queja no sirve
para nada. Y aún hay mucha gente a la que le molesta que los demás se
organicen para marchar o denunciar al gobierno. La percepción general es
que si sales a la calle es porque no quieres trabajar, o porque
prefieres quejarte a echarle ganas a lo tuyo. Y eso cambia de a poco,
muy de a poco. En las redes sociales es lo mismo: te encuentras con
mucha gente que piensa parecido y tiendes a creer que somos muchos, pero
del otro lado hay millones de personas educadas en el sistema que
permitió que pasara lo que pasó. Es muy difícil saber si todo esto va a
terminar en un cambio como el que muchos queremos, pero lo que se puso
en marcha ya es un cambio en sí mismo." Para la mayoría de los mexicanos hay complicidad entre el gobierno y los narcos.
En
días tan difíciles no hay quien no quiera que alguien lo escuche, y con
sólo dar una vuelta a una plaza aparecen más y más testigos del
presente. Una mujer con la cara marcada por las arrugas que deja el sol
de frente dice que uno de sus nietos nació el 26 de septiembre, día de
los hechos de Ayotzinapa, y que si no hubiera sido por ese hecho
¿fortuito? jamás se le hubiera ocurrido salir a la calle a protestar.
"Estábamos en la casa cuando escuchamos que la gente se reunía en la
esquina -cuenta Ignacia, de 63 años- y en un momento mi hija se acordó
de que todo empezó el mismo día que dio a luz. Nos pusimos a hablar de
lo que parece que les ocurrió a los muchachos, nos acercamos a la beba,
nos abrazamos y ni nos dimos cuenta cuando empezamos a llorar. Yo creo
que ahí cada una se acordó de todo lo que hemos sufrido, de lo que no
queremos que la niña sufra también. Y salimos a la calle con todo y
beba, pobrecita, pero no íbamos a dejarla sola. Si va a cambiar algo,
pues yo no sé, ojalá. Pero a ti te voy a decir algo que no le dije a mi
hija: todo esto me da miedo, mucho miedo." A su lado, en la esquina de
la plaza central de Coyoacán, la vendedora de diarios le pone palabras a
lo que ya no es un secreto a voces: "Lo que yo vendo son puros cuentos.
Todos los días leo todos los diarios y parece que hablan de países
diferentes. No tienen nada que ver con lo que veo y escucho, con lo que
he visto en todos estos años, con lo que todo el mundo sabe pues.
Alguien no quiere que se sepa lo que pasó. Y yo creo que no se va a
saber, como siempre. Pero esta vez en el gobierno sí se van a dar un
gran susto, porque esta rabia que se siente ya no va a desaparecer". Tierra de contrastes: en los sitios turísticos, poco cambia. Entre
el miedo, la ilusión y la desconfianza, México prepara su camino hacia
el futuro. Y es que, si hay un futuro, saldrá de cómo se desenrolle el
nudo social tejido por Ayotzinapa, en el que la población se siente a
solas ante más de una encrucijada. ¿Hasta cuándo hay que seguir con las
movilizaciones que un día sí y otro también paralizan al país? Si es
verdad, como parece, que la unión entre políticos y narcotraficantes
alcanza a todos los partidos, ¿por qué habría que pensar que las futuras
elecciones representan el principio de una solución? Y, de hecho, ¿cuál
sería esa solución capaz de conjurar el poder del narcotráfico dentro
de las instituciones del Estado? En la prensa, los rumores y las
suposiciones alimentan la confusión general. Para un columnista, entre
los estudiantes desaparecidos podría haber líderes del cártel de Los
Rojos, los principales enemigos de Guerreros Unidos. Según uno de los
principales periodistas radiales, en los camiones tomados por los
estudiantes había droga escondida, botín que explicaría la inusitada
reacción de los policías aliados con los narcos. Y según un líder
social, José Luis Abarca fue detenido en Veracruz y sembrado en la
delegación Iztapalapa del Distrito Federal, bastión político del
izquierdista PRD, movimiento que demostraría que el principal interés
del gobierno en este caso es el cálculo electoral dirigido a
desacreditar a los opositores de turno. "Una consigna histórica de la
protesta política en México es Dos de octubre no se olvida, en
recuerdo de la matanza de estudiantes en Tlatelolco -dice Juan Carlos,
estudiante de 23 años, mientras caminamos por la plaza de Coyoacán-.
Ahora, en cada marcha, cuando coreamos Fue el Estado siento que
esa frase también se va a quedar grabada en la conciencia del país." La
vuelta la terminamos enfrente de la iglesia, donde días atrás una señora
de grueso pelo blanco y bastón en mano amenazó con darle al presidente
el castigo que según ella merece. Esta mañana no hay rastros de la
marcha, ni mucho menos de la anciana. Sólo hay 43 velas apagadas, que se
niegan a convertirse en cenizas.
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