Domingo 07 de diciembre de 2014
El grito de México
La desaparición de 43 estudiantes a manos de los narcos indigna a toda una sociedad que decidió decir ¡basta!
Casi
al final de la manifestación popular del domingo pasado en el barrio de
Coyoacán, una de las innumerables que esa misma noche se realizaban en
distintos rincones de la Ciudad de México, la vanguardia de la marcha se
vio obligada a aminorar el paso. El obstáculo no era el siempre
agresivo tránsito del DF ni mucho menos la tan temida (y esperada) carga
de la represión policial. Justo debajo de una enorme bandera que
reclamaba la aparición con vida de los 43 estudiantes desaparecidos en
Ayotzinapa, una anciana de grueso pelo blanco y bastón en mano sintió
que las piernas le fallaban y que, a pesar de su esfuerzo, no podía dar
ni un paso más. Mientras tanto, la muchedumbre rabiosa e indignada no
dejaba de corear consignas en contra del presidente Enrique Peña Nieto, y
al toparse con la pequeñísima mujer inmóvil se detuvo para rodearla y
no pasarle por arriba. Cuando parecía que ella iba a doblarse sobre sí
misma, sin fuerza siquiera para pedir ayuda, dos jóvenes que venían
detrás suyo la tomaron de cada brazo, la llevaron a un costado y
rápidamente le dieron de beber agua mientras la sentaban en uno de los
bancos de la plaza.
-Abuela, ¿por qué vino? ¿No ve que está muy débil para estas cosas? -le pregunté.-¿Débil? ¡Traeme a ese hijo de la chingada de Peña y vamos a ver quién está débil!
En el México de hoy, esa rabia nada contenida no es ni de lejos patrimonio exclusivo de octogenarias tan altivas como enclenques. La furia se hace escuchar en cada esquina, surge en todos los encuentros y aparece en cualquier conversación. A la conmovedora manifestación nacional del jueves 20 que culminó en el Zócalo del DF le han seguido marchas y más marchas en todo el país, y cualquiera que por estos días recorra las calles de la capital advertirá que el descontento y la rabia no se limitan a las grandes concentraciones populares. Están presentes en la panadería, en los grafitis de los muros, en las funciones teatrales, en la carnicería, en las redes sociales, en los cafés, en el mercado, en los recitales, en el quiosco de revistas, en las plazas y en todas partes donde haya al menos dos personas y un diálogo latente. Por ahora, nadie quiere ser el irresponsable que califique este clima cotidiano de prerrevolucionario, pero también es cierto que la sensación palpable en el ambiente sugiere que la masacre de Iguala es una chispa a punto de convertirse en incendio.
Tal vez una de las condiciones que avalarían la hipótesis prerrevolucionaria es el brutal divorcio entre la población y el Estado, fractura abismal que ha transformado a ambos actores sociales en antagonistas con preocupaciones irreconciliables. Por un lado, la ciudadanía reclama la aparición de los normalistas (o, en todo caso, pruebas concretas de su asesinato); por el otro, el gobierno federal se muestra más interesado en evitar que la ira popular derive en una violenta revuelta en su contra. De la gigantesca marcha del jueves 20, que habría reunido a cerca de 150.000 personas de distintos puntos del país, las autoridades sólo se han referido al grupo de jóvenes que atacó a la policía en pleno Zócalo, enfrentamiento que se saldó con 51 detenidos de los cuales 11 fueron acusados de delincuencia organizada. Para los millones de mexicanos que aún no saben cómo enfrentar la alianza entre gobernantes y narcos que mató, secuestró y desapareció estudiantes, los únicos delincuentes organizados pertenecen a la clase política en el poder; para el Estado, en cambio, de quienes habría que preocuparse es de los veinteañeros que se cruzaron a golpes con granaderos y efectivos policiales en la principal plaza de la capital, catalogados como presuntos sediciosos por la Procuraduría General de la República (PGR) porque entre ellos se llamaban compas. El desencuentro entre la sociedad y la elite política es inocultable, y cada declaración emitida por algún organismo o representante del gobierno aumenta de manera exponencial el peso y la velocidad de esa bola de nieve sobre la que corre la indignación social. ¿Por qué creerle al procurador general de la república, Jesús Murillo Karam, cuando especialistas funerarios de México y Colombia aseguran que es técnicamente imposible incinerar 43 cuerpos en 15 horas al aire libre, tal como anunció en una conferencia de prensa que, para colmo, dio por terminada con la ya célebre frase: "Ya me cansé". ¿Y por qué habría que tomar en serio a una primera dama como la actriz Angélica Rivera, que con indisimulable irritación se tomó el trabajo de defenderse de las acusaciones mediáticas de corrupción al explicar vía YouTube el origen financiero de su mansión de más de 7 millones de dólares (un valor comparable a la de Oprah Winfrey en California), pero en todo este tiempo fue incapaz de comunicarse con los padres de los estudiantes desaparecidos para por lo menos brindarles una palabra de consuelo? Día tras día, la sociedad encuentra motivos para suponer que la complicidad del Estado en la tragedia de Ayotzinapa no empieza ni termina con la detención del ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y de su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, de quienes hoy se sabe que sus vínculos con el cártel Guerreros Unidos eran, como en el caso de Pineda Villa, hasta familiares. A más de dos meses de los hechos que sacudieron el mundo, muy probablemente la verdad se encuentre como el ex secretario de Seguridad Pública de Iguala, Felipe Flores: prófuga, sin pistas de su paradero, y con gente poderosa interesada en que no aparezca nunca.
Mientras tanto, ¿cuál es la mejor manera de reaccionar frente al horror? Ante un Estado que cobija delincuentes y los instala en el poder político, ¿qué actitud debe tomar la población para evitar otros casos como el de Ayotzinapa? Estas preguntas angustiantes recorren la piel de México, y lo peor es que nadie sabe por dónde empezar a responderlas. "Es posible que ahora sí las cosas cambien, pero en nuestra historia reciente ha habido otras situaciones parecidas en las que la gente se indignó y al final no pasó mucho -dice Juan Patricio, estudiante de 28 años-. Una fue el asesinato de Colosio, en 1994, que era candidato presidencial del PRI; otra, la masacre de Aguas Blancas, en 1995, en Guerrero también, donde la policía mató a 17 campesinos, y una, en la que yo participé, el rechazo del fraude electoral con el que Felipe Calderón ganó la presidencia, en 2006. En todos esos momentos críticos dio la impresión de que las cosas serían distintas, y la verdad es que nada cambió. Es cierto que ahora la rabia es más fuerte que nunca, ¿pero con eso alcanza?"
La duda de Juan Patricio no es sólo suya. Para Joaquín, chofer de 42 años, "todo empezó en 2006, con el fraude de Calderón. Después, el PRI robó la presidencia para Peña Nieto con votos comprados con vales de despensa en el supermercado Soriana, todo el mundo lo sabe. Hasta hoy están los videos que cualquiera puede ver en YouTube. Si uno tolera abusos, siempre va a haber uno más grande, y otro, y otro. Y eso es lo que pasó, pero ahora ya les decimos que estuvo bueno, que lo de Ayotzinapa es el último".
¿Y con las marchas y los reclamos se le pone punto final a los abusos?
Ah, caray, pues no sé, pero por algo se empieza. ¿Qué deberíamos pedir? Mucha gente quiere que renuncie Peña Nieto, pero eso no va a pasar. ¿Otra renuncia? Para todo lo que ocurrió, sería poco. Yo no sé, nadie sabe. Pero esto tiene que cambiar.
En las redes sociales, tan valiosas en las revueltas de España, Turquía y Brasil, el desahogo personal se impone sobre la logística de una organización masiva con un objetivo concreto. El activismo virtual se ha hecho visible en las muy exitosas campañas virales #renunciaepn y #yamecansé, pero lo que prevalece es el desconcierto y la denuncia más o menos solitaria de la corrupción y la connivencia oficial con el crimen organizado. "Hay que tener en cuenta que en México no estamos acostumbrados a las movilizaciones ni a expresar en público la disconformidad con el gobierno -dice Myriam, docente y activista virtual de 34 años-. Aquí preferimos aguantar a quejarnos, porque ya sabemos que la queja no sirve para nada. Y aún hay mucha gente a la que le molesta que los demás se organicen para marchar o denunciar al gobierno. La percepción general es que si sales a la calle es porque no quieres trabajar, o porque prefieres quejarte a echarle ganas a lo tuyo. Y eso cambia de a poco, muy de a poco. En las redes sociales es lo mismo: te encuentras con mucha gente que piensa parecido y tiendes a creer que somos muchos, pero del otro lado hay millones de personas educadas en el sistema que permitió que pasara lo que pasó. Es muy difícil saber si todo esto va a terminar en un cambio como el que muchos queremos, pero lo que se puso en marcha ya es un cambio en sí mismo."
En días tan difíciles no hay quien no quiera que alguien lo escuche, y con sólo dar una vuelta a una plaza aparecen más y más testigos del presente. Una mujer con la cara marcada por las arrugas que deja el sol de frente dice que uno de sus nietos nació el 26 de septiembre, día de los hechos de Ayotzinapa, y que si no hubiera sido por ese hecho ¿fortuito? jamás se le hubiera ocurrido salir a la calle a protestar. "Estábamos en la casa cuando escuchamos que la gente se reunía en la esquina -cuenta Ignacia, de 63 años- y en un momento mi hija se acordó de que todo empezó el mismo día que dio a luz. Nos pusimos a hablar de lo que parece que les ocurrió a los muchachos, nos acercamos a la beba, nos abrazamos y ni nos dimos cuenta cuando empezamos a llorar. Yo creo que ahí cada una se acordó de todo lo que hemos sufrido, de lo que no queremos que la niña sufra también. Y salimos a la calle con todo y beba, pobrecita, pero no íbamos a dejarla sola. Si va a cambiar algo, pues yo no sé, ojalá. Pero a ti te voy a decir algo que no le dije a mi hija: todo esto me da miedo, mucho miedo." A su lado, en la esquina de la plaza central de Coyoacán, la vendedora de diarios le pone palabras a lo que ya no es un secreto a voces: "Lo que yo vendo son puros cuentos. Todos los días leo todos los diarios y parece que hablan de países diferentes. No tienen nada que ver con lo que veo y escucho, con lo que he visto en todos estos años, con lo que todo el mundo sabe pues. Alguien no quiere que se sepa lo que pasó. Y yo creo que no se va a saber, como siempre. Pero esta vez en el gobierno sí se van a dar un gran susto, porque esta rabia que se siente ya no va a desaparecer".
Entre el miedo, la ilusión y la desconfianza, México prepara su camino hacia el futuro. Y es que, si hay un futuro, saldrá de cómo se desenrolle el nudo social tejido por Ayotzinapa, en el que la población se siente a solas ante más de una encrucijada. ¿Hasta cuándo hay que seguir con las movilizaciones que un día sí y otro también paralizan al país? Si es verdad, como parece, que la unión entre políticos y narcotraficantes alcanza a todos los partidos, ¿por qué habría que pensar que las futuras elecciones representan el principio de una solución? Y, de hecho, ¿cuál sería esa solución capaz de conjurar el poder del narcotráfico dentro de las instituciones del Estado? En la prensa, los rumores y las suposiciones alimentan la confusión general. Para un columnista, entre los estudiantes desaparecidos podría haber líderes del cártel de Los Rojos, los principales enemigos de Guerreros Unidos. Según uno de los principales periodistas radiales, en los camiones tomados por los estudiantes había droga escondida, botín que explicaría la inusitada reacción de los policías aliados con los narcos. Y según un líder social, José Luis Abarca fue detenido en Veracruz y sembrado en la delegación Iztapalapa del Distrito Federal, bastión político del izquierdista PRD, movimiento que demostraría que el principal interés del gobierno en este caso es el cálculo electoral dirigido a desacreditar a los opositores de turno. "Una consigna histórica de la protesta política en México es Dos de octubre no se olvida, en recuerdo de la matanza de estudiantes en Tlatelolco -dice Juan Carlos, estudiante de 23 años, mientras caminamos por la plaza de Coyoacán-. Ahora, en cada marcha, cuando coreamos Fue el Estado siento que esa frase también se va a quedar grabada en la conciencia del país." La vuelta la terminamos enfrente de la iglesia, donde días atrás una señora de grueso pelo blanco y bastón en mano amenazó con darle al presidente el castigo que según ella merece. Esta mañana no hay rastros de la marcha, ni mucho menos de la anciana. Sólo hay 43 velas apagadas, que se niegan a convertirse en cenizas.
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