Diario "La Capital". Rosario, Domingo, 17 de agosto de 2008
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Señales
Ojos bien abiertos para Irak
Desde hace ya cuatro años, el Comité de Amigos Americanos, una organización de origen cuáquero creada luego del fin de la Primera Guerra Mundial y de activo trabajo a favor de la objeción de conciencia, viene desarrollando una acción visual que bajo el nombre de Ojos bien abiertos...
Por Rubén Chababo
Desde hace ya cuatro años, el Comité de Amigos Americanos, una organización de
origen cuáquero creada luego del fin de la Primera Guerra Mundial y de activo trabajo a favor de la
objeción de conciencia, viene desarrollando una acción visual que bajo el nombre de Ojos bien
abiertos (Eyes Wide Open) consiste en reunir miles de pares de calzado pertenecientes a soldados
norteamericanos que han luchado en Irak, instalándonos en la vía pública, interrumpiendo de ese
modo, con su presencia, la habitualidad del paisaje urbano de las ciudades norteamericanas.
El efecto buscado y también logrado es estremecedor. La guerra, al desarrollarse
a miles de kilómetros de distancia, muy lejos de Washington o Kentucky parece más un rumor que una
realidad sangrienta. Y a pesar de que si se pregunta no son pocos los que conocen a alguien que ha
caído en combate, la guerra sigue siendo para la gran mayoría de los norteamericanos algo que
sucede lejos de casa, una realidad que aparece a destellos fugaces cuando los canales de televisión
anuncian con voz monocorde su desarrollo entre las pausas que invitan al consumo o a la
diversión.
De ese modo, los muertos, los heridos, los enloquecidos, son invisibles. Pocos o
nadie los ve, son fantasmas perdidos en esa inmensa maraña humana de más de trescientos millones de
habitantes que pueblan el territorio norteamericano.
Los organizadores de la exhibición han elegido las botas de los soldados como
metáfora de la guerra y de su absoluta invisibilidad de este lado del Atlántico. Instaladas en el
centro de parques o avenidas, su sola presencia evoca la dimensión de una tragedia que día a día se
cobra más víctimas y que sólo alcanza a traducirse en la frialdad de los números estadísticos.
Nadie quiere preguntar demasiado y son escasas las personas que se atreven a formular en voz alta
su desacuerdo con una escalada militar que prometía durar días y que ya lleva años.
Las botas, puestas en hileras o formando círculos, no dejan a nadie indiferente.
Obligan al que las ve a detenerse, en muchos casos a dejar flores, mensajes o a garabatear el
nombre de un ser querido que no ha retornado con vida. Son, de alguna manera, un poderoso memorial
cuya efectividad se activa con cada una de las personas que lo ve o se detiene frente a él. A
diferencia de los monumentos tradicionales que sólo invitan, en el mejor de los casos, a una
evocación pasajera y pasiva, los miles de pares de calzado provocan la sensación de que eso que se
está mirando alude a algo en continua transformación y crecimiento, una creación viva que evoca una
de las formas de la muerte que sigue reproduciéndose minuto a minuto. La exhibición se completa con
el despliegue de un muro que contiene los nombres de los más de once mil iraquíes muertos hasta la
fecha. Una forma de demostrar públicamente el costo en vidas humanas que el conflicto tiene para
ambas naciones.
Imágenes prohibidas
El memorial funerario e itinerante puede ser leído a su vez como una respuesta
al interdicto que el gobierno de los Estados Unidos ha impuesto con férrea dureza a mostrar
imágenes dolorosas de la guerra. El caso del fotógrafo Zoriah Mille, que tomó imágenes de un ataque
suicida en Irak para luego subirlas a su website es uno de los más emblemáticos: la difusión de
esas imágenes obtenidas en su trabajo como reportero de guerra se convirtió inmediatamente en
cuestión de estado.
Al buscar el nombre Zoriah Mille en Internet no tardan en aparecer decenas de
referencias a la historia de estas fotografías que según las autoridades norteamericanas nunca
debieron salir de territorio iraquí. Lo que sucede allí solo debe ser visto y experimentado por los
que allí estén. "Esas imágenes —argumentan desde la Marina norteamericana— le faltan el
respeto a las víctimas, a sus familiares, a sus amigos". Escudados tras el dudoso argumento del
pudor y el cuidado, en verdad, el sentido de la prohibición de las imágenes no es otro que el de
retrasar un poco más la conciencia pública acerca de los estragos humanos producidos por esta
guerra.
Mientras las fotografías de Millie y otros reporteros logran sortear la censura
estatal, las botas evocadoras de ausencia siguen recorriendo los diferentes estados
norteamericanos. Sin embargo, la esperanza de que acciones visuales o performáticas de este tipo
logren quebrar la indiferencia generalizada no está en absoluto garantizada. En tanto la guerra sóo
sea algo que transcurre lejos y los rostros de los muertos y los heridos sigan siendo una
referencia pasajera en los breaking news de todos los días, la maquinaria bélica seguirá devorando
unas cuantas decenas de miles de cuerpos más. La muestra más evidente acaso lo sean los miles de
veteranos de Vietnam apostados hoy, como restos de un lejano naufragio, en umbrales y esquinas de
las grandes ciudades, exigiendo ayuda económica o ser reconocidos por una labor realizada cuarenta
años atrás. Mientras la nación se embarca en nuevas empresas heroicas va dejando tras de sí
ejércitos de olvidados, habitantes permanentes de la calle y de los hospitales psiquiátricos.
La acción de las botas, tristemente, acaso corra, con el paso del tiempo, con el
mismo riesgo: ser naturalizadas en el paisaje cotidiano al punto de transformarse en invisibles
tótems humanos que hablan de una parte de la historia que pocos quieren ver y muchos prefieren
olvidar.
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