iECO. Diario "Clarín". Buenos Aires, 1 de setiembre de 2013.
“Cómo el sueño del Dr. King me moldeó como economista”
QUÉ HEMOS LOGRADOEn el marco de un relato autobiográfico, el Nobel de Economía del 2001 contrasta lo logrado por la sociedad estadounidense en términos de igualdad civil con la persistencia y agravamiento de la brecha económica.
Tuve la suerte de
estar entre la multitud el día en que el Rev. Martin Luther King
pronunció su “I Have a Dream” (“Tengo un sueño”), el 28 de agosto de
1963. Yo tenía 20 años y acababa de terminar la universidad.
La
noche previa a la Marcha sobre Washington por el Empleo y la Libertad,
yo la había pasado en la casa de un compañero de la universidad cuyo
padre, Arthur J. Goldberg, era juez asociado de la Suprema Corte y
abogaba por la justicia económica. ¿Quién hubiera imaginado que 50 años
más tarde ese mismo cuerpo, que en otro tiempo parecía decidido a ayudar
al surgimiento de unos EE.UU. más equitativos e inclusivos, iba a ser
el instrumento para la preservación de las desigualdades: iba a permitir
que las grandes empresas influyeran con un gasto prácticamente
ilimitado en las campañas políticas, a simular que la discriminación en
el voto ya no existía y a restringir los derechos de los trabajadores y
otros afectados a demandar por mala conducta a las empresas?Oír al Dr. King me emocionó. Yo era parte de una generación que veía las desigualdades heredadas del pasado y quería corregirlas.
Como presidente del centro de estudiantes del Amherst College, había ido con un grupo de compañeros al Sur para trabajar por la integración racial. No podíamos entender la violencia de quienes querían preservar el viejo sistema de segregación. Cuando visitamos un college de todos negros sentimos intensamente la disparidad de oportunidades educativas. Era un campo de juego desigual, injusto. Nada que ver con la idea del sueño americano en la que creíamos.
Fue porque esperaba que se pudiera hacer algo sobre ése y otros problemas que había visto tan vívidamente en Gary, Indiana, donde crecí –pobreza, desempleo, discriminación– que decidí hacerme economista, dejando atrás mi previa intención de estudiar Física.
Pronto descubrí que me había unido a una extraña tribu. Aun cuando había un puñado de académicos que se preocupaban por las cuestiones que me habían llevado a ese campo, a la mayoría la igualdad no le preocupaba mucho; la escuela dominante le rezaba a un (poco comprendido) Adam Smith y al milagro de la eficiencia de la economía de mercado. Sentí que si ése era el mejor de los mundos posibles, yo quería construir otro mundo e irme a vivir en él.
En aquel raro mundo de la economía, el desempleo (si existía) era culpa de los trabajadores. Un economista de Chicago, el Nobel Robert Lucas, iba a escribir: “Una de las tendencias peligrosas para una economía sensata, la más seductora, y, en mi opinión, la más nociva, es hacer foco en las cuestiones de distribución”. Otro Nobel perteneciente a la Escuela de Chicago, Gary Becker, intentaría demostrar cómo, en los mercados laborales verdaderamente competitivos, era imposible la discriminación. Aunque algunos escribíamos numerosos papers explicando la sofistería, el argumento de Becker era el que prevalecía.
Como muchos, si repaso los últimos 50 años, quedo impactado por la brecha entre nuestras aspiraciones de entonces y lo que se logró.
Es cierto que se hizo trizas un “techo de vidrio”: tenemos un presidente afroamericano.
Pero el Dr. King veía que la lucha por la justicia social tenía que darse en todos los frentes: no era una batalla sólo contra la discriminación y segregación racial, sino a favor de más igualdad y justicia económica para todos los estadounidenses.
En demasiados sentidos, el avance en las relaciones raciales se ha visto socavado, e incluso revertido, por las crecientes diferencias económicas que aquejan al país. La lucha contra la discriminación, lamentablemente, está lejos de terminar: después de 50 años de la Marcha, los principales bancos de EE.UU., como Wells Fargo, siguen discriminando racialmente, al perjudicar a nuestros ciudadanos más vulnerables con sus prácticas de préstamos predatorios.
La discriminación en el mercado laboral es generalizada y profunda. La discriminación adopta nuevas formas; la caracterización según raza prolifera en las ciudades estadounidenses, bajo la forma de políticas de detención y cacheo. Nuestra tasa carcelaria es la más alta del mundo, y casi el 40% de los presos son negros.
Las cifras hablan por sí solas: no ha habido ningún cambio significativo en la brecha entre el ingreso de los afroamericanos (o hispanos) y de los estadounidenses blancos en los últimos 30 años. En 2011, el ingreso promedio de los hogares negros fue de US$40.495, un 58% del de las familias de raza blanca.
En la riqueza, también vemos una enorme desigualdad. Para 2009, la riqueza media de los blancos era 20 veces mayor que la de los negros. La Gran Recesión de 2007-2009 afectó particularmente a los afroamericanos (como suele suceder con quienes se encuentran en lo más bajo del espectro socioeconómico): su riqueza promedio cayó un 53% entre 2005 y 2009 (más del triple que la de los blancos), lo que dio lugar a una brecha récord. Pero la llamada recuperación ha sido poco más que una quimera: el 100% de la ganancia va a parar al 1% más rico, un grupo en el cual, obviamente, no abundan los afroamericanos.
El Dr. King no se equivocó al ver que estas divisiones son un cáncer para nuestra sociedad, porque socavan nuestra democracia y debilitan nuestra economía. Su mensaje fue que las injusticias del pasado no eran inevitables. Pero él también sabía que con soñar no alcanzaba.
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