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viernes, 20 de diciembre de 2013

EE.UU. HIROSHIMA LA LECCIÓN



La lección de Hiroshima

Opinión
Raquel San Martín
LA NACION

¿Cómo hacer periodismo en medio de una tragedia? ¿Para qué? De todas las respuestas a esas preguntas que han dado los periodistas puestos a trabajar en medio de catástrofes, terremotos, guerras y genocidios, quizás una de las más memorables haya sido la del norteamericano John Hersey.
Hace 65 años, Hersey llegó al mismo territorio al que hoy, otra vez, los ojos del mundo se vuelven para ver cómo un pueblo se levanta tras una tragedia colectiva. En 1946, Japón sobrevivía trabajosamente después de la bomba atómica que partió el siglo en dos. Hiroshima no sufría, como ahora lo hace el país, el efecto de una geología implacable, sino la decisión certera de un enemigo en guerra.
Nacido en China de padres norteamericanos, Hersey, que había sido corresponsal de guerra para la revista Time, tenía un doble desafío para su misión periodística: contar la destrucción sin precedentes para un lector que, en la era pretelevisiva, no había visto nada, pero que, envuelto en la retórica propagandística de la guerra, creía saberlo todo sobre los enemigos japoneses. ¿Cómo contar el horror a quienes de algún modo lo habían causado?
Seis semanas después, Hersey volvió a Nueva York. Llevaba en sus apuntes y en su memoria el germen de una larga nota, que sería fundacional para el periodismo del siglo XX, y que, leída hoy, sigue demostrando cómo la mirada conmovida y profesional de un periodista puede ser más persuasiva que un alegato inflamado sobre la tecnología usada para la muerte.
En Hiroshima -que la revista The New Yorker publicó, en una decisión histórica, dedicándole su número completo, el 31 de agosto de 1946-, Hersey eligió a seis habitantes sobrevivientes de la bomba atómica y, en un montaje paralelo, fue hilando sus vidas antes de la tragedia, el modo preciso en que la experimentaron y el doloroso proceso de reunir los pedazos, a veces literalmente, para seguir viviendo. El periodista transformó a una empleada de una fábrica, un médico, la viuda de un sastre, un sacerdote alemán, un joven cirujano y un ministro metodista en sus personajes, con una prosa controlada, meticulosa, disciplinada, sin exageraciones estilísticas ni primeras personas autorreferenciales, y enlazó así literatura y periodismo en una crónica que es también manifiesto político y llamado de atención sobre la culpa compartida.
Vale reproducir el comienzo. "Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina de la planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del escritorio vecino. En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el Asahi de Osaka en el porche de su hospital privado (?); la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventaja de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obstruía el carril cortafuego; el padre Wilhem Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, estaba recostado, leyendo una revista jesuita (?); el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal quirúrgico del moderno hospital de la Cruz Roja, caminaba por uno de los corredores del hospital, llevando en la mano una muestra de sangre para un test de Wasserman, y el reverendo Kiyoshi Tanimoto se preparaba para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado por miedo al bombardeo que, según suponían todos, pronto sufriría Hiroshima."
No era la primera vez que el lector norteamericano se enfrentaba a relatos sobre los efectos de la bomba, pero nunca antes lo habían invitado, tan eficazmente, a identificarse con las víctimas. Se encontró de pronto en medio de seis vidas corrientes, que esquivaban la evidencia de la guerra para seguir viviendo y que eran -aquí está la clave- tan parecidas a la suya. No hacen falta declaraciones de principios para que, ya en el comienzo del relato, la conclusión aparezca con la claridad de un relámpago en la mente del lector: ¿qué hicimos? ¿cómo pudimos?
Estremece leer cómo los sobrevivientes coinciden en recordar el profundo y sordo silencio con que se anuncia la bomba sobre sus cabezas. El calor, el polvo, la lluvia, la piel derretida. La desesperación de buscar a los seres queridos en el instante en que se recobra la conciencia. La culpa por seguir vivos. La desatención del Estado japonés para las víctimas y las reparaciones tardías. Las enfermedades que mataron lentamente por generaciones. Las maneras en que se puede hacer frente a una tragedia: el activismo, el olvido, la resignación.
El impacto fue inmediato: la edición de la revista se agotó en horas, los diarios reprodujeron fragmentos, la radio ABC transmitió completa la lectura del texto, la nota se editó rápidamente como un libro que fue best seller . Hasta algunos altos mandos militares debieron hacer aclaraciones oportunas, aunque sin mencionar el artículo. Por supuesto, la nota dio reconocimiento nacional a Hersey, que continuó su carrera como periodista y novelista premiado, y académico en Yale. A más largo plazo, Hiroshima se convirtió en paradigma de un modo de hacer periodismo -Truman Capote lo citaba como su inspiración-, y una provocación para los abanderados de la objetividad. De Hiroshima se aprende cómo la fuerza de los hechos desnudos, las precisiones y los detalles puede llevar de la mano al lector hasta las intenciones de un autor que no aparece, pero cuya mano se adivina, precisa, en cada decisión tomada en la escritura. No hay texto más persuasivo que aquel que no parece querer persuadir.
Hersey regresó a Hiroshima 40 años más tarde a buscar a sus sobrevivientes, y relató para The New Yorker los destinos de esas seis vidas, un capítulo final que fue parte de la reedición del libro original. El autor murió en 1993, a los 79 años, en Florida, tras una vida de activismo antibélico.
La lección de Hiroshima sigue vigente: más acá de la geopolítica, los conflictos armados siempre les suceden a personas para quienes la guerra no sólo atraviesa la identidad y el futuro, sino también el cuerpo, los objetos, los espacios. Y con eso todos podemos identificarnos. Para los que tenemos el oficio de contar, además, Hiroshima demuestra que hoy como hace 65 años, quizás como desde siempre, un buen periodista es el que sabe mirar.
 
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Diario "La Nación". Buenos Aires, 9 de diciembre de 1996          
 

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