Diario "La Nación". Buenos Aires, Domingo 17 de abril de 2005
La caída del comunismo
La política y la música del azar
Adjudicarles
a Juan Pablo II, Thatcher y Reagan el mérito de haber tumbado el
imperio soviético es pretender agotar con explicaciones sencillas hechos
particularmente complejos de la historia
MADRID.- Las enciclopedias de bolsillo explicarán para siempre el fin
del comunismo en un párrafo que se ha escrito mil veces tras la muerte
de Juan Pablo II: "la firme oposición de Ronald Reagan, Margaret
Thatcher y el papa Wojtyla venció finalmente a Moscú y provocó la caída
del Muro de Berlín". ¿Es eso cierto? Sí, en alguna medida, pero tal vez
menos de lo que se piensa. Los seres humanos necesitan explicaciones
sencillas para entender hechos complejos. Las llamamos
"racionalizaciones". Esta es una de ellas.
La racionalización de la intervención del Papa que acaba de morir en la
liquidación del comunismo es la siguiente: en 1978, en el momento de
mayor poderío soviético, los cardenales eligen a un vigoroso y
carismático papa polaco. Un año después, éste se presenta en Polonia,
congrega multitudes, revitaliza la fe en la libertad y desencadena la
dinámica política que una década más tarde pondría en jaque al gobierno
de Varsovia y a sus amos moscovitas. Es la rebeldía polaca la que sacude
a Europa del Este. El Muro de Berlín comienza a resquebrajarse en las
protestas de los astilleros de Gdansk. Sin el apoyo moral del Santo
Padre, en una nación profundamente católica como es Polonia, eso no
hubiera sido posible.
Sin embargo, lo novedoso en ese estelar momento no fue la rebeldía polaca sino la contención soviética. En 1953 los alemanes del Este, en medio de huelgas y desórdenes, estuvieron a punto de una insurrección popular. En 1956 los polacos se lanzaron a las calles en una protesta tremenda. Ese mismo año, en octubre, los húngaros que se oponían a la dominación rusa tomaron el poder por breves días. En 1968 los checos intentaron algo parecido. Pero en todos los casos la URSS, ayudada por sus sicarios locales, aplastó a los rebeldes y luego castigó a los cabecillas, a veces con la muerte, como sucedió en Budapest.
¿Por qué Gorbachov no recurrió a la fuerza y exterminó a los demócratas de los países satélites, como habían hecho Stalin, Krushov y Breznev, sus antecesores en el Kremlin? Sin duda, porque la URSS estaba en medio de una enorme crisis económica, agravada por la frustración de la guerra en Afganistán, el desabastecimiento local y también, por qué no, por la naturaleza psicológica y moral de Gorbachov: era una persona a quien le repugnaba la violencia. Sabía que, aun en andrajos, el Ejército Rojo podía terminar en una semana cualquier brote de desobediencia, pero al costo de matar a decenas de miles de personas. Gorbachov, afortunadamente, no tenía el instinto homicida que eso requiere.
No obstante, parece que sí examinó a fondo esa posibilidad. Hace unos años el disidente ruso Vladimir Bukovski me contó que, tras la apertura (parcial y momentánea) de los archivos de la KGB, había hallado una correspondencia secreta entre Moscú y Varsovia para lanzar las divisiones rusas sobre Polonia y liquidar la rebelión acaudillada por Walesa. El presidente polaco Wojciech Jaruzelski estaba de acuerdo, pero le solicitó a Gorbachov el previo envío de cuarenta mil toneladas de carne que serían recibidas por los polacos como una prueba de la invencible solidaridad de la patria del socialismo. Tras la carne entrarían los soldados triunfalmente, en medio de los aplausos de un pueblo más preocupado por la falta de comida que por la ausencia de libertades.
El problema es que no había carne. La URSS de Gorbachov, en aquel tenso año de 1989, disponía de 100.000 tanques y varios millones de soldados para arrasar a Europa, pero no tenía de dónde sacar 40.000 toneladas de carne. El comunismo era una máquina casi perfecta para someter a la obediencia a las sociedades, pero era, por encima de todo, un minucioso desastre como modo de producir bienes y servicios. No hubo, pues, carne, ni tampoco, gracias a Dios, invasión a Polonia.
Esta anécdota no le resta importancia al peso del Papa como un factor notable en la victoria de Occidente en la Guerra Fría, pero nos recuerda cómo el azar, la psicología de las personas y las percepciones se van trenzando de una manera aleatoria hasta desembocar en hechos casi totalmente imprevisibles. Recuerdo una urgente reunión celebrada en 1987 en una universidad de New York, en la que participé como supuesto experto en asuntos cubanos y a la que acudieron numerosos sovietólogos y destacados disidentes del Este para evaluar las consecuencias de la perestroika lanzada por Gorbachov. El juicio casi unánime fue que la URSS no cedería un milímetro de poder ni permitiría, realmente, el ejercicio de las libertades en ninguno de sus satélites. Entonces nadie ponderó la influencia del Papa, de Reagan o de Margaret Thatcher. Todo eso vino luego. La racionalización es siempre un cómodo acto posterior a los hechos. Ex post facto, dicen los pedantes.
© LA NACION y Firmas Press .
Por Carlos Alberto Montaner
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