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viernes, 2 de enero de 2015

EE.UU. KENNAN. DOCTRINA DE LA CONTENCIÓN



DOCTRINA DE LA CONTENCIÓN
GEORGE KENNAN

LAS FUENTES DE LA CONDUCTA SOVIÉTICA*

I

La personalidad política del poder soviético, tal como lo conocemos hoy en día, es producto de la ideología y las circunstancias: la ideología heredada por los líderes soviéticos actuales del movimiento en el cual tuvieron su origen político y las circunstancias del poder que ahora han ejercido por casi tres décadas en Rusia. Puede haber pocas tareas de análisis psicológico más difíciles que intentar rastrear la interacción de estas dos fuerzas y el papel relativo de cada una en la determinación de la conducción oficial soviética. Sin embargo, el intento debe hacerse si se quiere entender dicha conducción y contrarrestarla eficientemente.
Es difícil resumir el conjunto de conceptos ideológicos con los cuales los líderes soviéticos llegaron al poder. La ideología marxista, en su proyección ruso-comunista, siempre ha estado en proceso de sutil evolución. Los materiales en los cuales se basa son extensos y complejos. Pero los rasgos sobresalientes del pensamiento comunista, según se daba en 1916, quizás puedan resumirse de la siguiente manera: a) que el factor central en la vida del hombre, el hecho que determina el carácter de la vida pública y la “fisonomía de la sociedad” es el sistema por el cual se producen y se intercambian los bienes materiales; b) que el sistema capitalista de producción es nefasto y lleva inevitablemente a la explotación de la clase trabajadora por parte de la clase que posee el capital y es incapaz de desarrollar adecuadamente los recursos económicos de la sociedad o de distribuir con justicia los bienes materiales producidos por la labor humana; c) que el capitalismo contiene las semillas de su propia destrucción y debe, en vista de la incapacidad de la clase que posee el capital a ajustarse al cambio económico, terminar eventual e ineludiblemente en una transferencia revolucionaria de poder a la clase trabajadora y d) que el imperialismo, la fase final del capitalismo, lleva directamente a la guerra y la revolución.
El resto puede resumirse en las propias palabras de Lenin: “La desigualdad del desarrollo económico y político es una ley inflexible del capitalismo. De esto se sigue que la victoria del socialismo puede darse originariamente en unos pocos países capitalistas o inclusive en un solo país capitalista. El proletariado victorioso de dicho país, al haberle expropiado a los capitalistas sus bienes y al haber organizado la producción socialista en su país, se levantará contra el resto del mundo capitalista, atrayendo a su causa, en el proceso, a las clases oprimidas de otros países”[1]. Debe señalarse que no se suponía que el capitalismo pereciera sin una revolución proletaria.
Se necesitaba un empujón final por parte del movimiento proletario revolucionario a fin de volcar la tambaleante estructura. Pero se consideraba inevitable que más tarde o más temprano se diera dicho empujón.
Durante los cincuenta años anteriores al estallido de la Revolución, este esquema de pensamiento ejerció una gran fascinación en los miembros del movimiento revolucionario ruso. Frustrados, descontentos, sin esperanzas de encontrar su expresión propia –o demasiado impacientes para buscarla- en los límites cerrados del sistema político zarista, y sin embargo careciendo de un amplio apoyo popular para su elección de una revolución sangrienta como medio de mejoramiento social, estos revolucionarios encontraron en la teoría marxista una racionalización altamente convincente para sus propios deseos instintivos. Les aportaba una justificación seudocientífica a su impaciencia, a su negativa categórica a que existiera cualquier valor en el sistema zarista, a su anhelo de poder y de venganza y a su inclinación a tomar atajos en su búsqueda de éste. En consecuencia, no hay duda de que habían llegado a creer implícitamente en la verdad y la solidez de las enseñanzas marxista-leninistas, tan coherentes con sus propios impulsos y emociones. Su sinceridad no necesitaba ser impugnada. Éste es un fenómeno tan viejo como la misma naturaleza humana. Nunca ha sido más adecuadamente descripto que por Edgard Gibbon, quien escribió en La decadencia y la caída del Imperio Romano: “Del entusiasmo a la impostura el paso es peligroso y resbaladizo; el demonio de Sócrates ofrece un memorable ejemplo de cómo un hombre sabio puede engañarse a sí mismo; cómo un hombre bueno puede engañar a otros, cómo la conciencia puede adormecerse en un estado intermedio y donde se mezclan el autoengaño y el engaño voluntario”. Y fue con este conjunto de concepciones que el Partido Bolchevique entró en el poder.
Ahora bien, debe señalarse que a través de todos los años de preparación para la Revolución, la atención de estos hombres, al igual, por cierto, que la del mismo Marx, se centró menos en la forma futura que el socialismo[2] tomaría, que en el derrocamiento necesario del poder rival, el cual, desde su punto de vista, tenía que anteceder a la introducción del socialismo. Sus ideas, en consecuencia, sobre el programa positivo que se pondría en funcionamiento una vez que se obtuviera el poder, eran en su mayor parte nebulosas, visionarias y poco prácticas. Más allá de la nacionalización de la industria y la expropiación de grandes tenencias privadas de capital, no habría ningún programa acordado. El tratamiento que le darían al campesinado, el cual según la formulación marxista no era el proletariado, siempre había sido un punto vago en el modelo de pensamiento comunista, y siguió siendo objeto de controversia y vacilación durante los diez primeros años de poder comunista.
Las circunstancias del período inmediatamente posterior a la Revolución –la existencia, en Rusia, de una guerra civil y de una intervención extranjera, junto con el hecho obvio de que los comunistas representaban sólo una pequeña minoría del pueblo ruso- hizo que fuera necesario el establecimiento de un poder dictatorial. El experimento con el “comunismo de guerra” y el abrupto intento por eliminar la producción y el comercio privados, tuvieron consecuencias económicas desafortunadas y produjeron un mayor encono contra el nuevo régimen revolucionario. Si bien el  relajamiento temporario del esfuerzo por comunizar Rusia, representado por la Nueva Política Económica, alivió algo de esta desesperación económica y así favoreció sus propósitos, también hizo evidente que el “sector capitalista de la sociedad” todavía estaba preparado para aprovecharse de inmediato de cualquier relajamiento de la presión gubernamental y siempre constituiría, si se le permitía seguir existiendo, un poderoso elemento de oposición al régimen soviético y un serio rival para ejercer influencia en el país. En cierta forma, la misma situación prevaleció respecto del campesino individual el cual, en su propia escala pequeña, también era un productor privado.
            Lenin, en caso de haber vivido, podría haber demostrado que era un hombre lo suficientemente grande como para conciliar estas fuerzas en conflicto en beneficio último de la sociedad rusa, si bien esto es algo cuestionable. Pero sea como fuere, Stalin y aquellos a quienes conducía en la lucha por la sucesión del liderazgo de Lenin, no eran hombres que toleraran fuerzas políticas rivales en la esfera del poder que codiciaban. Su sensación de inseguridad era demasiado grande. Su tipo especial de fanatismo, inmodificado por cualesquiera de las tradiciones anglosajonas de concesiones, era demasiado feroz y demasiado celoso para considerar cualquier posibilidad permanente de compartir el poder. Del mundo ruso-asiático del cual habían emergido, traían consigo el escepticismo acerca de las posibilidades de una coexistencia permanente y pacífica de fuerzas rivales. Fácilmente persuadidos de su propia “justicia” doctrinaria, insistían en la sumisión o destrucción de cualquier poder que les hiciera la competencia. Fuera del Partido Comunista, la sociedad rusa no debía tener ninguna rigidez. No habría formas de actividad humana colectiva o de asociación que no pudiera ser dominadas por el Partido. No se permitiría que ninguna otra fuerza de la sociedad rusa adquiriera vitalidad o integridad. Sólo el Partido tendría estructura. Todo lo demás debía ser una masa amorfa.
            Y dentro del Partido el mismo principio habría de aplicarse. La masa de los miembros del Partido podía pasar por las instancias de elección, deliberación, decisión y acción; pero en estas instancias estaría animada no por su propia voluntad individual, sino por el aterrador aliento de la dirigencia del Partido y la ominosa presencia de “el mundo”.
            Subrayamos de nuevo que, subjetivamente, estos hombres sin duda no buscaban el absolutismo por sí mismo. Indudablemente creían –y encontraron fácil creer- que sólo ellos sabían lo que era bueno para la sociedad y que realizarían ese bien una vez que su poder fuera seguro e indisputable. Pero al buscar la seguridad de su propio poder, no estaban preparados a aceptar ninguna restricción, fuera por arte de Dios o de los hombres, en la naturaleza de sus métodos. Y hasta que fuera posible algo como la seguridad, ubicaban muy abajo en su escala de prioridades operativas la comodidad y la felicidad de los pueblos confiados a su cuidado.
            Ahora bien, la circunstancia sobresaliente vinculada al régimen soviético es que hasta el día de hoy, este proceso de consolidación política nunca se ha completado y los hombres del Kremlin han seguido estando predominantemente absorbidos por la lucha para asegurar y convertir en absoluto el poder que tomaron en noviembre de 1917. Se han consagrado a asegurarlo primordialmente contra las fuerzas internas, dentro de la misma sociedad soviética. Pero también se han consagrado a asegurarlo contra el mundo exterior. Porque la ideología, como lo hemos visto, les enseñó que el mundo exterior era hostil y que su deber era eventualmente derrocar a las fuerzas que estaban más allá de sus fronteras. Las poderosas manos de la historia y la tradición rusas se levantaban para apuntalar en ellos este sentimiento. Por fin, su propia intransigencia agresiva respecto del mundo exterior comenzó a encontrar su propia reacción y pronto se vieron forzados, para utilizar otra frase de Gibbon, “a castigar la contumacia” que ellos mismos habían provocado. Todo hombre tiene el innegable privilegio de demostrar que tiene razón en la tesis de que el mundo es su enemigo; porque si la reitera lo suficientemente a menudo y la convierte en el trasfondo de su conducta, está condenado a tener, eventualmente, razón.
            Ahora bien, pertenece a la naturaleza del mundo mental de los líderes soviéticos, tanto como al carácter de su ideología, la idea de que ninguna oposición a ellos puede reconocerse oficialmente como algo digno del menor mérito o justificación, sea ella cual fuera. Tales oposiciones pueden fluir, en teoría, sólo de las fuerzas hostiles e incorregibles del capitalismo moribundo. En la medida en que se reconocía oficialmente que quedaban restos del capitalismo en Rusia, era posible depositar en ellos, como elemento interno, parte de la culpa por el mantenimiento de una forma dictatorial de sociedad. Pero en la medida en que dichos restos se liquidaron, esta justificación perdió validez y cuando se indicó oficialmente que, por fin, se los había destruido, desaparecieron totalmente. Y este hecho creó una de las compulsiones más fundamentales que llegaron a actuar en el régimen soviético: desde que el capitalismo no existía más en Rusia y desde que no se podía admitir que hubiera una oposición seria o generalizada al Kremlin que surgiera espontáneamente de las masas liberadas bajo su autoridad, se hizo necesario justificar el mantenimiento de la dictadura subrayando la amenaza del capitalismo extranjero.
            Esto comenzó en fecha temprana. En 1924, Stalin específicamente defendió el mantenimiento de los “órganos de supresión”, aludiendo, entre otros, al ejército y la policía secreta, sobre la base de que “mientras el capitalismo nos rodee, habrá peligro de intervención, con todas las consecuencias que se derivan de dicho peligro”. De acuerdo con esta teoría, y desde ese momento en adelante, todas las fuerzas de oposición interna de Rusia han sido coherentemente presentadas como agentes de fuerzas foráneas de reacción opuestas al poder soviético.
            Por el mismo motivo, se puso un tremendo énfasis en la tesis comunista originaria de un antagonismo básico entre el mundo capitalista y el socialista. Resulta evidente, a partir de mis indicaciones, que este énfasis no está fundado en la realidad. Los hechos verdaderos vinculados a él, se confundieron por la existencia, en el exterior, de un resentimiento genuino provocado por la filosofía soviética y sus tácticas, así como, de vez en cuando, por la existencia de grandes centros de poder militar, principalmente el régimen Nazi en Alemania y el gobierno japonés de fines de los años treinta, los cuales por cierto tenían designios agresivos contra la Unión Soviética. Pero hay amplias pruebas de que el énfasis puesto en Moscú sobre la amenaza que enfrentaba la sociedad soviética proveniente del mundo que estaba fuera de sus fronteras no se basaba en la realidad del antagonismo exterior, sino en la necesidad de justificar el mantenimiento de una autoridad dictatorial en el país.
            Ahora bien, el mantenimiento de este modelo de poder soviético, es decir, la búsqueda de una autoridad ilimitada en el país, acompañada por el cultivo del seudomito de la implacable hostilidad extranjera, ha incidido en gran medida en la configuración de la actual maquinaria del poder soviético, tal como lo conocemos hoy en día. Los órganos de administración internos que no servían a este propósito, se marchitaron en la rama. Los órganos que sí servían para este propósito se inflaron de manera impresionante. La seguridad del poder soviético pasó a descansar en la disciplina de hierro del Partido, en la severidad y ubicuidad de la policía secreta y en el monopolio económico inflexible del Estado. Los “órganos de supresión”, en los cuales los líderes soviéticos habían buscado seguridad frente a las fuerzas rivales, se convirtieron, en gran medida, en los señores de aquellos a quienes estaban destinados a servir. Hoy en día, la mayor parte de la estructura del poder soviético está consagrada al perfeccionamiento de la dictadura y al mantenimiento del concepto de Rusia como un país en estado de sitio, con el enemigo cerniéndose más allá de las murallas. Y los millones de seres humanos que forman parte de ese sector de la estructura de poder, deben defender a toda costa este concepto de la situación rusa, ya que sin él, ellos mismos serían superfluos.
            Tal como están las cosas hoy en día, los gobernantes no pueden seguir soñando con separarse de estos órganos de supresión. La búsqueda del poder absoluto, ahora mantenida a lo largo de casi tres décadas con una crueldad sin parangón (al menos en su alcance) en los tiempos modernos, nuevamente ha producido, internamente, al igual que lo hizo externamente, su propia reacción. Los excesos del aparato policial han transformado la oposición potencial al régimen en algo más grande y peligroso de lo que podría haber sido antes de que tales excesos comenzaran.
            Por menos que todo pueden disculparse los gobernantes con la ficción por la cual se ha defendido al mantenimiento del poder dictatorial. Porque esta ficción ha sido canonizada en la filosofía soviética por los excesos ya cometidos en su nombre; y ahora está anclada en la estructura pensamiento soviético por vínculos mucho más grandes que los propios de la mera ideología.

II

Esto en lo referente al trasfondo histórico. ¿Qué significa en términos de la personalidad política del poder soviético, tal como lo conocemos hoy en día?
            De la ideología original, nada se ha echado oficialmente a la basura. Se mantiene la creencia en la maldad básica del capitalismo, en la inevitabilidad de su destrucción, en la obligación del proletariado a ayudar a dicha destrucción y a tomar el poder en sus propias manos. Pero se ha pasado ha poner énfasis primordialmente en aquellos conceptos que se relacionan de manera más específica con el régimen soviético mismo: con su posición como el único régimen socialista verdadero en un mundo oscuro y equivocado y con las relaciones de poder dentro de él.
El primero de estos conceptos es el del innato antagonismo entre el capitalismo y el socialismo. Hemos visto cuán profundamente se ha inscripto dicho concepto en las bases del poder soviético. Tiene profundas consecuencias para la conducta de Rusia como miembro de la sociedad internacional. Significa que nunca puede haber, por parte de Moscú, ninguna presunción sincera de una comunidad de metas entre la Unión Soviética y potencias que se consideran capitalistas. En Moscú debe suponerse invariablemente que las metas del mundo capitalista son antagónicas con el régimen soviético y, en consecuencia, con los intereses de los pueblos que controla. Si el gobierno soviético de tanto en tanto pone su firma en documentos que indicarían lo contrario, debe considerarse como una maniobra táctica aceptable en los tratos con el enemigo (el cual carece de honor) y debería tomarse con el espíritu del caveat emptor. Básicamente, el antagonismo sigue estando. Está postulado. Y de él surgen muchos de los fenómenos que encontramos perturbadores en la conducción de la política exterior por parte del Kremlin: el secreto, la falta de franqueza, la duplicidad, la sospecha bélica y la básica hostilidad de propósitos. Estos fenómenos han venido para quedarse en el futuro previsible. Puede haber variaciones, de grado y de énfasis. Cuando hay algo que los rusos quieren de nosotros, uno u otro de estos rasgos de su política pueden retroceder temporariamente; cuando eso ocurre, siempre habrá norteamericanos que darán un paso adelante con alegres anuncios de que “los rusos han cambiado”, y otros que inclusive intentarán quedarse con el mérito de haber producido dichos “cambios”. Pero no deberíamos dejarnos engañar por maniobras tácticas. Estas características de la política soviética, como el postulado a partir del cual surgen, son fundamentales en la naturaleza interna del poder soviético y seguirán con nosotros, sea en primer plano o en el trasfondo, hasta que la naturaleza interna del poder soviético cambie.
            Esto significa que durante largo tiempo seguiremos encontrando difícil tratar con los rusos. No significa que se les deba considerar embarcados en un programa a vida o muerte tendiente a derrocar a nuestra sociedad para una fecha determinada. La teoría de la inevitabilidad de una eventual caída del capitalismo tiene la afortunada connotación de que no hay apuro en que se produzca. Las fuerzas del progreso pueden tomarse su tiempo para preparar el coup de grâce final. Mientras tanto, lo que es vital es que a la “patria socialista” –el oasis de poder que ya se ha ganado para el socialismo en la persona de la Unión Soviética- la deben cuidar y defender todos los buenos comunistas del país y del exterior, se debe promover su buena suerte y fastidiar y confundir a sus enemigos. La promoción de proyectos revolucionarios prematuros y “aventurados” en el exterior que puedan perturbar al poder soviético en cualquier sentido, será un acto inexcusable, inclusive contrarrevolucionario. La causa del socialismo es el apoyo y la promoción del poder soviético, según se lo ha definido en Moscú.
            Esto nos lleva al segundo de los conceptos importantes para la visión soviética contemporánea. Se trata de la infalibilidad del Kremlin. El concepto soviético del poder, que no permite puntos de organización focales fuera del Partido mismo, exige que la dirigencia del Partido siga siendo, en teoría, la única depositaria de la verdad. Porque si la verdad se pudiera encontrar en otra parte, habría justificación para que se expresara en una actividad organizada. Pero eso es precisamente lo que el Kremlin no puede permitir ni permitirá.
            La dirigencia del Partido Comunista, en consecuencia, siempre tiene razón y siempre la ha tenido desde que en 1929 Stalin formalizó su poder personal anunciando que las decisiones del Politburó se tomaban unánimemente.
            En el principio de la infalibilidad descansa la disciplina de hierro del Partido Comunista. De hecho, los dos conceptos se apoyan mutuamente entre sí. La disciplina perfecta requiere el reconocimiento de la infalibilidad. La infalibilidad requiere la observancia de la disciplina. Y las dos juntas en gran medida determinan el conductivismo del aparato total del poder soviético. Pero su efecto no se puede entender a menos que se tome en cuenta un tercer factor: es decir, el hecho de que la dirigencia tiene la libertad de poner en primer término, por motivos tácticos, cualquier tesis particular, que encuentre útil para la causa en cualquier momento particular y de exigir la aceptación confiada y sin cuestionamientos de dicha tesis por parte de los miembros del movimiento como un todo. Esto significa que la verdad no es constante sino que, de hecho, la crean, en todo sentido y propósito, los mismos líderes soviéticos. Puede variar de una semana a la otra, de un mes al otro. No se trata de algo absoluto e inmutable, nada que surja de la realidad objetiva. Sólo se trata de la última manifestación de la sabiduría de aquellos en los cuales se supone que reside la sabiduría, porque representan la lógica de la historia. El efecto acumulativo de estos factores es darle a todo el aparato subordinado del poder soviético una tozudez inamovible y una también inamovible inmutabilidad en su orientación. Esta orientación puede ser cambiada a voluntad por el Kremlin pero no por cualquier otro poder. Una vez que una determinada línea partidaria se ha establecido sobre un determinado tema de política, toda la máquina gubernamental soviética, incluido el mecanismo de la diplomacia, se mueve inexorablemente a lo largo de la senda prescripta, como un persistente automóvil de juguete, dirigido hacia una determinada dirección, que sólo se detiene cuando se encuentra con alguna fuerza a la que no puede responder. Los individuos que toman parte de esta maquina son impermeables a cualquier argumento o razón que llegue a ellos de fuentes externas. Todo su entrenamiento les ha enseñado a desconfiar y a desestimar la locuaz persuasión del mundo exterior. Al igual que el perro blanco ante el fotógrafo, sólo oyen la “voz del amo”. Y si se tienen que alterar los últimos propósitos que les dictaron, es el amo quien debe hacerlo. Así, el representante extranjero no puede esperar que sus palabras les causen ninguna impresión. Lo máximo que puede esperar es que se los transmitan a los que están en la cumbre, a los que son capaces de cambiar las líneas del partido. Pero inclusive nos es fácil que a ellos los desvíe cualquier lógica normal en las palabras del representante burgués. Desde el momento en que no puede haber ninguna apelación a propósitos comunes, no puede haberla a acercamientos mentales comunes. Por esta razón, los hechos tienen más fuerzas que las palabras para el Kremlin y las palabras llevan el mayor peso cuando tienen aspecto de reflejar o estar respaldadas por hechos de innegable validez.
            Pero hemos visto que el Kremlin no está bajo ningún tipo de compulsión ideológica para cumplir sus propósitos a las apuradas. Al igual que la Iglesia, trata con conceptos ideológicos que tienen validez a largo plazo y puede permitirse ser paciente. No tiene derecho a arriesgar los logros existentes de la Revolución en pro de vanas frulerías futuras. Las mismas enseñanzas de Lenin exigen gran cautela y flexibilidad en la persecución de los objetivos comunistas. Nuevamente, estos preceptos están fortificados por las lecciones de la historia rusa: por siglos de oscuras batallas entre fuerzas nómades en torno de las extensiones de una vasta planicie sin fortificaciones. Aquí la cautela, la circunspección, la flexibilidad, la impostura son cualidades valiosas y su valor encuentra un aprecio natural en la mente rusa y oriental. Así, el Kremlin, no tiene problemas en retirarse cuando se enfrenta con una fuerza superior. Y al no estar bajo la compulsión de ningún esquema temporal, no entra en pánico ante la necesidad de una retirada tal. Su acción política es un arroyo fluyente que se mueve sin parar, dondequiera se le permite que lo haga, hacia una meta dada. Su principal preocupación es asegurarse de que ha llenado cada hueco y cada fisura disponible en la cuenca del poder mundial. Pero si encuentra barreras insuperables en su camino, lo acepta filosóficamente y se adecua a ellas. Lo principal es que siempre debe haber presión, una constante presión en aumento, hacia la meta deseada. No hay restos, en la pisocología soviética, de sentimiento alguno acerca de que dicha meta deba alcanzarse en algún momento determinado.
            Estas consideraciones hacen que manejarse con la diplomacia soviética sea a la vez más fácil y más difícil que hacerlo con la diplomacia de líderes individuales agresivos como Napoleón o Hitler. Por un lado, es más sensible a la fuerza que se le opone, está más dispuesta a ceder en sectores individuales del frente diplomático cuando siente que dicha fuerza es demasiado poderosa y, así, es más racional en la lógica y la retórica del poder. Por otro lado, no se le puede derrotar o desalentar fácilmente por medio de una victoria aislada por parte de sus oponentes. Y la paciente persistencia  que la anima significa que se la puede contrarrestar no por medio de actos esporádicos que representan los caprichos momentáneos de la opinión democrática, sino sólo por políticas inteligentes a largo plazo por parte de los adversarios de Rusia, políticas no menos sólidas en sus propósitos y no menos abigarradas y llenas de recursos en su aplicación que la de la misma Unión Soviética.
            En estas circunstancias, es claro que el principal elemento de cualquier política norteamericana hacia a la Unión Soviética deba ser una contención paciente pero firme, vigilante y a largo plazo, de las tendencias expansivas rusas. Es importante destacar, sin embargo, que una política tal nada tiene que ver con el histrionismo hacia afuera: con amenazas, bravatas o superfluos gestos de “dureza” exterior. Si bien el Kremlin es básicamente flexible en sus reacciones a las realidades políticas, de ninguna manera es poco receptivo a consideraciones de prestigio. Al igual que casi cualquier otro gobierno, puede ponérselo, a partir de gestos faltos de tacto y amenazadores, en una posición en la que no puede permitirse ceder, por más que su sentido del realismo le dicte hacerlo. Los líderes soviéticos son agudos jueces de la psicología humana y, en tanto que tales, son altamente conscientes de que perder los estribos y el autocontrol nunca es fuente de poder en los asuntos políticos. Son rápidos para explotar tales muestras de debilidad. Por estas razones, una condición sine qua non para tratar exitosamente con Rusia es que el gobierno extranjero en cuestión permanezca en todo momento frío y sereno y que sus exigencias respecto de la política rusa se planteen de forma tal que dejen un camino abierto para un acuerdo que no menoscabe demasiado el prestigio ruso.

III

A la luz de lo anterior, se verá claramente que la presión soviética contra las instituciones libres del mundo occidental es algo que puede contenerse a través de la adecuada y vigilante aplicación de una contrafuerza en una serie de puntos geográficos y políticos en constante cambio, correlativos a los cambios y maniobras de la política soviética, pero a los cuales no se puede negar ni prescindir de ellos. Los rusos esperan un duelo de infinita duración y ven que ya han cosechado grandes éxitos. Debe recordarse que hubo una época en que el Partido Comunista representaba a un grupo mucho más minoritario en la esfera de la vida nacional rusa de lo que el poder soviético hoy en día representa en la comunidad mundial.
            Pero si la ideología convence a los gobernantes rusos de que la verdad está de su lado y de que, en consecuencia, pueden permitirse esperar, aquellos de nosotros para los que dicha ideología no tiene ninguna validez somos libres de examinar objetivamente la validez de dicha premisa. La tesis soviética no sólo implica una completa falta de control, por parte de Occidente, sobre su propio destino económico; igualmente da por sentada la unidad, la disciplina y la paciencia rusas a lo largo de un período infinito. Bajemos a la tierra esta visión apocalíptica y supongamos que el mundo occidental encuentra la fuerza y los recursos para contener el poder soviético durante un período de diez o quince años. ¿Qué significa esto para la misma Rusia?
            Los líderes soviéticos, aprovechándose de las contribuciones de la técnica moderna a las artes del despotismo, han resuelto el problema de la obediencia dentro de los confines de su poder. Pocos desafían su autoridad e inclusive aquellos que lo hacen son incapaces de lograr que dicho desafío prevalezca sobre los órganos de supresión del estado.
            El Kremlin también ha demostrado ser capaz de cumplir con su propósito de construir en Rusia, al margen de los intereses de los habitantes, una base industrial de metalurgia pesada, la cual, sin duda, todavía no está completa pero que, sin embargo, sigue creciendo y está acercándose a la de los otros grandes países industriales. Todo esto, sin embargo, tanto el mantenimiento de la seguridad política interna como la construcción de la industria pesada, se ha llevado adelante a un costo terrible en vidas humanas y en esperanzas y energías también humanas. Ha necesitado utilizar una cantidad sin precedentes, en el mundo moderno y en condiciones de paz, de mano de obra forzada. Ha implicado el descuido o el abuso de otros aspectos de la vida económica soviética, especialmente la agricultura, la producción de bienes de consumo, la vivienda y el transporte.
            A todo esto, la guerra ha sumado su tremendo tributo de destrucción, muerte y agotamiento humano. Como consecuencia de esto, hoy en día tenemos en Rusia una población que está cansada física y espiritualmente. La masa del pueblo está desilusionada, es escéptica y ya no es accesible, como una vez lo fuera, a la atracción mágica que el poder soviético sigue irradiando para sus seguidores extranjeros. La avidez con la cual la gente se aferró al pequeño respiro acordado a la Iglesia, por motivos tácticos, durante la guerra, fue un testimonio elocuente del hecho de que su capacidad para la fe y la devoción encontraba muy pocas posibilidades de expresión en los objetivos del régimen.
            En tales circunstancias, hay límites para la resistencia física y nerviosa del pueblo mismo. Estos límites son absolutos y determinantes, inclusive para la más cruel de las dictaduras, porque no se puede llevar al pueblo más allá de ellos. Los campos de trabajos forzados y los otros recursos de constricción, suministran medios temporarios para forzar a la gente a trabajar más horas de lo que su voluntad o la mera presión económica las obligarían a trabajar; pero si las personas logran sobrevivir a ellos, envejecen antes de tiempo y deben considerarse como pérdidas humanas para las necesidades de la dictadura. En cualquiera de los casos, sus mejores capacidades dejan de estar a disposición de la sociedad y no se los puede seguir enrolando en el servicio del Estado.
            Aquí, sólo la generación más joven puede ayudar. La generación joven, a pesar de todas las vicisitudes y los sufrimientos, es numerosa y vigorosa, y los rusos son un pueblo con talento. Pero todavía queda por verse cuáles serán los efectos en el desempeño, durante la madurez, de las anormales tensiones emocionales de la infancia que la dictadura soviética creó y que se vieron enormemente aumentadas por la guerra. Cosas tales como la seguridad normal y la placidez del entorno hogareño prácticamente han dejado de existir en la Unión Soviética, excepto en el caso de los pueblos y las granjas más remotas. Y los observadores todavía no están seguros de que esto no deje su marca en la capacidad general de la generación que ahora entra en la madurez.
            Además de esto, tenemos el hecho de que el desarrollo económico soviético, si bien puede anotarse ciertos logros formidables, ha sido precariamente irregular y desparejo. Los comunistas rusos, que hablan del “desarrollo desigual del capitalismo”, deberían sonrojarse al contemplar su propia economía. En ella, ciertas ramas de la vida económica, tales como la industria metalúrgica y de maquinarias, se han desarrollado de manera totalmente desproporcionada respecto de otros sectores de la economía. Aquí nos encontramos con una nación esforzándose por convertirse, en un corto período de tiempo, en una de las grandes naciones industriales del mundo, mientras que todavía no tiene ninguna red caminera que merezca el nombre de tal y sólo una red de ferrocarriles  relativamente precaria. Se ha hecho mucho por aumentar la eficacia de la mano de obra y para enseñarles a los campesinos primitivos algo acerca de la forma de hacer funcionar las máquinas. Pero el mantenimiento todavía es una escandalosa deficiencia de toda la economía soviética. La construcción es apresurada y de baja calidad. La devaluación debe ser enorme. Y en vastos sectores de la vida económica todavía no ha sido posible inyectar en la mano de obra algo parecido a aquella cultura general de la producción y el respeto por la propia técnica que caracteriza al obrero especializado de Occidente.
            Es difícil imaginar cómo se pueden corregir estas deficiencias en fecha próxima, contando con una población cansada y sin espíritu, que trabaja en gran medida bajo la sombra del miedo y la compulsión. Y mientras no se las supere, Rusia seguirá siendo, económicamente, una nación vulnerable, y en cierto sentido impotente, capaz de exportar sus entusiasmos y de irradiar el extraño encanto de su primitiva vitalidad política, pero incapaz de respaldar dichos artículos de exportación con pruebas reales de poder material y de prosperidad.
            Mientras tanto, una gran incertidumbre se cierne sobre la vida política de la Unión Soviética. Se trata de la incertidumbre implícita en la transferencia de poder de un individuo o un grupo de individuos a otros.
Éste es, por cierto, el problema sobresaliente de la posición personal de Stalin. Debemos recordar que se sucesión al lugar de preeminencia propio de Lenin en el movimiento comunista, fue la única transferencia de autoridad individual de este tipo que ha experimentado la Unión Soviética. Dicha transferencia tomó doce años para consolidarse. Costó la vida de millones de personas y sacudió al Estado hasta sus cimientos; los temblores correspondientes se sintieron en todo el movimiento revolucionario internacional, para desventaja del Kremlin mismo.
            Siempre es posible que otra transferencia de poder preeminente pueda tener lugar de manera tranquila y poco notoria, sin repercusiones en ninguna parte. Pero, nuevamente, es posible que los temas involucrados desencadenen, para utilizar algunas de las palabras de Lenin, una de esas “transiciones increíblemente rápidas” del “desengaño delicado” a la “violencia salvaje” que caracterizaron a la historia rusa y pueden sacudir al poder soviético hasta sus cimientos.
            Pero no es sólo un problema del propio Stalin. Desde 1938, ha habido un peligroso congelamiento de la vida política en los círculos más altos del poder soviético. El Congreso del Partido de Toda la Unión, en teoría el cuerpo supremo del Partido, se supone que debe reunirse no menos que una vez cada tres años. Pronto habrán pasado ocho años completos desde su última reunión. Durante este período, los miembros del Partido se han duplicado numéricamente. La mortandad dentro del Partido se han durante la guerra fue enorme y hoy en día bastante más de la mitad de los miembros del Partido son personas que entraron en él luego de que el Congreso se reunió por última vez. Mientras tanto, el mismo pequeño grupo de hombres se ha mantenido en la cumbre a través de una asombrosa serie de vicisitudes nacionales. Seguramente existe alguna razón por la cual las experiencias de la guerra trajeron cambios políticos básicos en cada uno de los grandes gobiernos de Occidente. Seguramente las causas de tal fenómeno son lo suficientemente fundamentales como para estar presentes por igual en alguna parte dentro de la oscuridad de la vida política soviética. Y sin embargo, en Rusia no se le ha dado reconocimiento alguno a estas causas.
            De esto debe deducirse que, inclusive dentro de una organización tan altamente disciplinada como el Partido Comunista, debe haber una creciente divergencia en edad, visión e interés entre la gran masa de los miembros del Partido, sólo reclutados hace muy poco en el movimiento, y la pequeña camarilla de hombres que se auto-perpetúa en la cumbre, a los cuales la mayoría de estos miembros del Partido nunca ha visto, con los cuales nunca ha conversado y con los que no puede tener ningún tipo de intimidad política.
            Quién puede decir si, en estas circunstancias, el eventual rejuvenecimiento de las altas esferas de autoridad (lo cual puede ser sólo una cuestión de tiempo) puede tener lugar suave y pacíficamente, o si los rivales en la búsqueda de un mayor poder no se remitirán a estas masas políticamente inmaduras y sin experiencia, a fin de encontrar apoyo para sus respectivos reclamos. Si esto llegara a ocurrir, podrían surgir extrañas consecuencias para el Partido Comunista, ya que en gran medida la participación se ha ejercido solamente en la práctica de una disciplina de hierro y de la obediencia y no en el arte de las concesiones y los arreglos. Y si la desunión alguna vez se apoderara del Partido y lo paralizara, el caos y la debilidad de la sociedad rusa se revelarían en formas que irían más allá de toda posible descripción. Porque hemos visto que el poder soviético sólo es una costra que esconde una masa amorfa de seres humanos entre los cuales no se tolera ninguna estructura organizativa independiente. En Rusia, ni siquiera existe algo así como un gobierno local. La actual generación de rusos nunca ha conocido la espontaneidad de la acción colectiva. Si, en consecuencia, alguna vez ocurriera cualquier cosa que alterara la unidad y la eficacia del Partido como instrumento político, la Rusia soviética podría transformarse, de la noche a la mañana, de una de las sociedades nacionales más fuertes en una de las más débiles y dignas de piedad.
            Así, el futuro del poder soviético puede no ser, en ningún sentido, tan seguro como la capacidad rusa de autoengaño lo haría aparecer para los hombres del Kremlin. Que pueden retener ellos mismos el poder lo han demostrado. Que pueden tranquila y fácilmente pasárselo a otros, sigue siendo algo que se debe probar. Mientras tanto, las penurias de su gobierno y las vicisitudes de la vida internacional han significado un pesado tributo para la fuerza y las esperanzas del gran pueblo sobre el cual descansa su poder. Es curioso advertir que el poder ideológico de la autoridad soviética es más fuerte, hoy en día, en zonas que quedan más allá de las fronteras de Rusia, más allá del alcance de su poder de policía. Este fenómeno me hace recordar una comparación utilizada por Thomas Mann en su gran novela Los Buddendrooks. Al observar que las instituciones humanas a menudo muestran el mayor brillo exterior cuando la decadencia interna está en realidad muy avanzada, comparó a la familia Buddenbrook, en los días de su mayor opulencia, con una de esas estrellas cuya luz brilla en este mundo con su mayor esplendor, cuando en realidad hace tiempo han dejado de existir. Y, ¿quién puede decir con certeza que la fuerte luz que todavía lanza el Kremlin sobre los insatisfechos pueblos del mundo occidental, no es el poderoso resplandor ulterior de una constelación que actualmente está desvaneciéndose? Esto no puede probarse. Y no puede refutarse. Pero sigue existiendo la posibilidad de que el poder soviético (y en opinión de este escritor se trata de una fuerte posibilidad), al igual que el mundo capitalista que concibió, lleve en sí mismo las semillas de su propia decadencia y que el crecimiento de dichas semillas esté bien avanzado.

IV

Es evidente que Estados Unidos no puede esperar, en el futuro próximo, disfrutar de intimidad política con el régimen soviético. Debe seguir considerando a la Unión Soviética como un rival, no un socio, en la arena política. Debe seguir esperando que las políticas soviéticas no reflejen ningún abstracto amor por la paz y la estabilidad, ninguna fe real en la posibilidad de una feliz coexistencia permanente de los mundos socialista y capitalista, sino más bien una cauta, persistente presión tendiente a perturbar y debilitar la influencia y el poder del rival.
            Equilibrando esto está el hecho de que Rusia, en su carácter de opositora al mundo occidental en general, sigue siendo, por lejos, el bando más débil, que la política soviética es altamente flexible y que la sociedad soviética bien puede contener deficiencias que eventualmente debilitarán su propio potencial total. Esto, por sí mismo, garantizará que Estados Unidos entre con razonable confianza en una política de firme contención, diseñada para enfrentar a los rusos con una contrafuerza inalterable en cada punto donde muestren signos de interferir con los intereses con los intereses de un mundo pacífico y estable.
            Pero en la actualidad, las posibilidades de la política norteamericana de ninguna manera están limitadas a mantener la línea y esperar lo mejor. Es muy posible que Estados Unidos influya por sus acciones en los acontecimientos internos, tanto dentro de Rusia como en todo el movimiento comunista internacional, por el cual la política rusa está en gran medida determinada. No es sólo cuestión de la pequeña cantidad de actividad informativa que este gobierno puede desarrollar en la Unión Soviética y en otras partes, si bien eso también es importante. Más bien es cuestión del grado hasta el cual Estados Unidos puede producir en los pueblos del mundo en general, la impresión de un país que sabe lo que quiere, que está respondiendo con éxito a los problemas de su vida interna y a sus responsabilidades como potencia mundial y que tiene la vitalidad espiritual suficiente como para mantener su propia ideología en medio de las corrientes ideológicas principales de la época. En la medida en que se pueda crear semejante impresión y mantenerla, las metas del comunismo ruso resultarán estériles y quijotescas, las esperanzas y el entusiasmo de los partidarios de Moscú se desvanecerán y se debería ejercer una mayor presión sobre la política exterior del Kremlin. Porque la paralizada decrepitud del mundo capitalista es la clave de la filosofía comunista. Inclusive el fracaso de Estados Unidos en experimentar la temprana depresión económica que los cuervos de la Plaza Roja han estado prediciendo con increíble confianza complaciente desde que cesaron las hostilidades, tendrá una profunda e importante repercusión en todo el mundo comunista.
            Por el mismo motivo, las exhibiciones de indecisión, desunión y desintegración interna dentro de este país, tienen un efecto euforizante en todo el movimiento comunista. Ante cada manifestación de estas tendencias, un estremecimiento de esperanza y excitación atraviesa el mundo comunista; se puede advertir un nuevo garbo en la marcha de Moscú; nuevos grupos de partidarios extranjeros se trepan a lo que sólo pueden entender como el furgón de cola de la política internacional y la presión rusa aumenta en todo sentido en los asuntos internacionales.
            Sería una exageración decir que el comportamiento norteamericano por sí mismo y sin ningún tipo de ayuda podría ejercer poder de vida y muerte en el movimiento comunista y producir la temprana caída del poder soviético en Rusia. Pero Estados Unidos tiene en sí mismo el poder para incrementar de manera enorme las presiones bajo las cuales debe operar la política soviética, obligar al Kremlin a tener un grado mucho más grande de moderación y circunspección del que ha debido observar en los últimos años y, de tal manera, promover tendencias que eventualmente deban encontrar su salida ya en la ruptura, ya en el ablandamiento del poder soviético. Porque ningún movimiento místico, mesiánico –y en especial no el del Kremlin- pude enfrentar indefinidamente la frustración sin adaptarse de una manera u otra a la lógica de tal estado de cosas.
            Así, la decisión, en realidad, recaerá en gran medida en este país nuestro. El tema de las relaciones soviético-norteamericanas en esencia es una prueba de valor general de Estados Unidos como nación entre naciones. Para evitar la destrucción, Estados Unidos sólo debe ponerse a la altura de sus propias y mejores tradiciones y mostrarse digno de comportarse como una gran nación.
            Por cierto, nunca hubo una prueba más justa de la calidad nacional que ésta. A la luz de estas circunstancias, el observador reflexivo de las relaciones ruso-norteamericanas no encontrará causa para quejarse de los desafíos del Kremlin a la sociedad norteamericana. Más bien experimentará una cierta gratitud a una Providencia que, al suministrarle al pueblo de Estados Unidos este desafío implacable, ha hecho que su seguridad total dependa de que se reúnan y acepten las responsabilidades del liderazgo moral y político que abiertamente la historia ha querido que asuman.


* Reproducido, con permiso del editor, de Foreign Affairs, XXV, Nº 4 (julio de 1947), 566-82. Copyright 1947 por el Council of Foreign relations, Inc.
[1] Concerning the Slogans of the United Status of Europe, August 1915 (Edición oficial soviética de los trabajos de Lenin).
[2] Aquí y en el resto del artículo, “socialismo” alude al comunismo marxista o leninista, no al socialismo liberal de la Segunda Internacional.

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