INTEGRACIÓN REGIONAL CON AUTONOMÍA TECNOLÓGICA Y
EMPRESARIA
Un modelo válido es el que proporciona Japón
El proceso de
integración de América Latina es bastante antiguo como idea, pero sólo comenzó
efectivamente con el Tratado de Montevideo y la fundación de la ALALC. A esta iniciativa
siguieron otras de integración subregional, como la centroamericana y la
andina.
Entre el Tratado
de Montevideo y fines de la década del 60, los países latinoamericanos tenían
dos ideas fundamentales:
a)
El mecanismo que debía
proponer la integración sería un mecanismo de integración de los mercados
nacionales, hacia un mercado latinoamericano básicamente integrado;
b)
los Estados eran protagonistas
básicamente unitarios, homogéneos y suficientes. Creo que el proceso real
ocurrido desde ese período hasta nuestros días ha conducido a una contestación
de estas dos ideas.
Desde
luego, la primera fue la más rápidamente criticada. Ante el acentuado desnivel
de las economías nacionales latinoamericanas, resultó rápidamente claro que una
simple integración de mercados implicaría acentuar las ventajas de los países
de mayor industrialización y en hacer permanente la dependencia de los demás.
La
segunda idea también reveló, más recientemente, ser una falacia. Si no antes,
al menos en la década del 70 se tornó claro que los Estados nacionales
latinoamericanos, tal como ocurría con todos los demás países del Tercer Mundo,
no habían encontrado una forma apropiada de relacionarse con las
transnacionales.
En
todos los países latinoamericanos había por lo menos dos dimensiones distintas:
la del Estado nacional y la de las transnacionales ubicadas en el mismo país.
Solo para los fines formales internos, las transnacionales se encuentran bajo
la reglamentación del Estado. En lo que se refiere a la política de producción
e inversión, a la tecnología y al relacionamiento con el mercado internacional,
las transnacionales escapan de la tutela de los Estados y lo hacen tanto más
cuanto más poderosas sean y más débiles los Estados.
Ante
la “impasse” creada por estos hechos, el proceso de integración quedó contenido
y en gran parte desmitificado. La
ALALC se convirtió en un mecanismo de intercambio de una
pauta limitada de productos utilizando
complementariedades aceptadas entre los países de la zona. Típica es la relación
de intercambio de frutas tropicales brasileñas y productos argentinos de clima
templado. El mercado común centroamericano no consiguió superar el predominio
de las transnacionales y quedó así sin alcance a nivel de los productos
industrializados. El Pacto Andino intentó superar las limitaciones mencionadas,
adoptando oficialmente una política de nacionalismo subregional y buscando por
otra parte una reubicación racional del parque industrial de la región. Esa
política, entretanto, tenía una coherencia ideológico-pragmática superior a la
políticamente aceptable por la mayoría de los integrantes, De ahí la secesión
de Chile y una práctica de saboteo notablemente realizada por Colombia.
Contemplando
este cuadro bastante desolador, México y Venezuela, un par de años atrás,
intentaron una salida con la institución del SELA (Sistema Económico
Latinoamericano). Concebido como un mecanismo extremadamente flexible, el SELA
tiene sobre todo en vista, facilitar la creación de emprendimientos
multinacionales latinoamericanos, en cierta forma como una respuesta regional a
las transnacionales. Sin embargo, pese a la excelencia del aparato y a la
admirable conducción que le está imprimiendo su secretario ejecutivo, Jaime
Moncayo, el hecho es que el impacto del SELA todavía es insignificante. Simplemente,
el SELA no ha sido todavía capaz de convertirse en un polo de aglutinación de
grandes intereses regionales.
Mientras
la retórica oficial latinoamericana continúa alabando a la integración y sus
beneficios, y pretendiendo que esta idea se está implementando, la verdad es
que en la región está ocurriendo un proceso muy distinto.
Desde
luego, dentro del conjunto de América Latina se están acentuando las
diferenciaciones subregionales. México, que aspiró en Echeverría a afirmar una
línea autónoma, con respaldo del Tercer Mundo, ha sido obligado, por la crisis
económico-financiera provocada por importantes grupos de su sector privado, al
final del gobierno de Echeverría, a volver a una gran compromiso con Estados
Unidos, tal vez como condición táctica de reequilibrio de su economía. América
Central perdió las veleidades de formar una comunidad autocentrada y volvió a
la clásica tutela norteamericana, bajo las odiosas dictaduras de las cuales el
caso de Nicaragua es el más doloroso.
En
América del Sur se viene desarrollando con gran celeridad la expansión de la
influencia brasileña. Un período continuado de estabilidad política bajo el
autoritarismo militar, combinado por un brote de desarrollo industrial que fue
espectacular entre los años 68
a 73 y actualmente continúa siendo importante, a
despecho de la crisis del petróleo, proporcionaron a Brasil condiciones muy
favorables para una gran política bilateralista con los países sudamericanos.
Este
tipo de política convirtió a Brasil en una especie de equivalente de lo que
Alemania Federal es en el contexto europeo, aunque bajo condiciones
marcadamente distintas. Entre estas, yo subrayaría dos que me parecen
particularmente relevantes. La primera se refiere al hecho de que la mayor
ponderación económica de Alemania en Europa está contenida por acuerdos
comunitarios mucho más profundos que los
existentes en América Latina. En América Latina, los reglamentos generales de la ALALC son simplemente de
libre comercio y por eso mismo resultan muy favorables para una exitosa
política bilateralista de Brasil con los países de la región.
La
segunda importante diferencia consiste en el hecho de que la expansión
económica alemana se está haciendo con un concomitante desarrollo de su grado
de autonomía científico-tecnológica y un consecuente grado de autonomía
empresarial. Aunque el canciller Schmidt, en su estilo social-liberalismo, sea
defensor de la libertad de comercio y de inversión, la verdad es que Alemania
es el único país europeo que se reveló capaz de domesticar a las
transnacionales. Lo está haciendo para producir una tecnología y una capacidad
de inversión propios, que le permiten desarrollar la contrapartida de sus
propias transnacionales y negociar en un nivel de razonable paridad con las
transnacionales norteamericanas. Agreguemos que la potencia
económico-financiera de la
República Federal alcanzó tal nivel que el deutche mark, si no cuantitativamente al
menos cualitativamente, se transformó en un marco monetario alternativo en
relación al dólar.
En
Brasil, por el contrario, la expansión económica se está haciendo bajo el
creciente predominio de transnacionales alienígenas, tanto en términos de
inversión como de tecnología. Es verdad que el país está emprendiendo un
extraordinario esfuerzo en el campo de la ciencia y la tecnología, invirtiendo
en el mismo más del uno por ciento del PBI, lo que expresa una situación
bastante poco frecuente entre los países del Tercer Mundo.
Sin
embargo, ese notable esfuerzo no se acompaña con una política coherente con él.
A la política de nacionalismo tecnológico de Brasilia se contrapone en el mismo
país la política de internacionalismo económico, lo que significa que, en la
práctica, el esfuerzo tecnológico se queda en los archivos de los laboratorios,
mientras las transnacionales expanden el uso de su propia tecnología. Por otra
parte, y como consecuencia de esa política, el país no logró una estructura
financiera autónoma., como lo ha hecho Alemania, y así su grado de
endeudamiento internacional sigue creciendo a un ritmo todavía superior al de
la expansión de su economía.
Es
evidente que en tales condiciones la expansión de la influencia económica
brasileña en América del Sur no contribuye a aumentar la tasa de autonomía de
la región ante las potencias centrales.
Sería
el caso cerrar estas consideraciones con el interrogante sobre lo que podría
realísticamente hacerse en las condiciones de América Latina.
Una
primera respuesta es la del radicalismo revolucionario. Hacer la revolución,
socializar los bienes de producción y entrar en el sistema de auxilio mutuo de
los países socialistas. Esa fue la opción de Cuba y es la que todavía
preconizan ciertos sectores radicales de América Latina. Sin extenderme en la
discusión teórica d este modelo, quiero simplemente enfatizar sus dos aspectos
más negativos: Uno es el hecho de que efectivamente tiene muy bajas
posibilidades de implementación. Es muy probable que Cuba permanezca como caso
aislado en el contexto internacional. El segundo punto negativo sería
teóricamente más complejo de elucidar y se refiere a la bien conocida
contradicción entre las expectativas de emancipación humana y las dictaduras
tecnocrático-partidarias que finalmente resultan implantadas.
El
segundo modelo es el practicado por la mayoría de los países de la región. Parte
del presupuesto de que las transnacionales debidamente reglamentadas por apropiadas
políticas nacionales tienen una capacidad de transferencia tecnológica y de
expansión económica que conduce al desarrollo de los países anfitriones.
Alcanzando un alto nivel de desarrollo, estos países supuestamente, adquirirán condiciones
de paridad con los otros países centrales y sus transnacionales, quedando
superados los inconvenientes del período de transición.
El
modelo me parece contener una doble e irremediable falacia. En primer lugar,
porque todos los procesos de desarrollo por transferencia tecnológica perpetúan
la dependencia tecnológica. Lo que se transfiere es menos tecnología que
equipos y procedimientos prefabricados. El potencial de innovación persiste en
las metrópolis, y, con ello, la dependencia en las periferias.
La
segunda falacia del modelo consiste en que la capacidad de adaptar los
objetivos de las transnacionales a los
objetivos nacionales es directamente proporcional al grado de autonomía que
tienen las naciones. En las condiciones actuales, los países latinoamericanos
tienen solamente una modesta capacidad de reglamentación de las transnacionales.
De
ahí, en el caso de Brasil, la manifiesta falta de compatibilidad que se
verifica entre el proceso de desarrollo económico y el de desarrollo social. En
otros contextos, los efectos podrán ser distintos. Por ejemplo, en el caso de la Argentina, no es tanta
la brecha entre desarrollo económico y social, como la brecha entre el
desarrollo nacional y el desarrollo del mercado. Entonces, se internacionaliza
el mercado y se desnacionaliza la
Nación. Es el caso de Chile, donde esto último se presenta
muy agravado.
Hay,
entretanto, un tercer modelo compatible con un política social muy avanzada y
el mantenimiento de la una sociedad abierta y pluralista.
Es
el modelo que están siguiendo Alemania y Japón. Consiste en acoplar al
desarrollo económico interno crecientes niveles de autonomía tecnológica y
empresaria, así como las correspondientes estructuras financieras. Este modelo
es inviable como meta intermedia para países demasiado subdesarrollados, Sin
embargo es un modelo adaptable para países que ya tienen importante
infraestructura industrial y educacional, así como dimensiones internas
suficientemente amplias, como Brasil, Argentina o México.
El
problema clave para la adopción de este modelo consiste en una decisión
nacional de pagar un precio inmediato y viable, bastante más elevado,
principalmente para las clases alta y media, por el desarrollo nacional. Es un
modelo que impone un sacrificio nacional histórico para la autonomía a largo
plazo.
Ante
las muchas condiciones requeridas para la adopción de este modelo, subrayaría
dos:
·
Internamente, a nivel nacional, una apertura democrática,
encaminada a la movilización del consenso y tornada posible por una política
social sustancialmente más equitativa. O sea, en otras palabras, el
empresariado nacional, para convertirse en objeto de consenso en su tarea,
tiene que aceptar el precio de trabajar más por la Nación y menos para sus
intereses personales.
·
La segunda condición de posibilidad de este
modelo es un gran entendimiento latinoamericano y tiene como nervadura central
el entendimiento de Brasil con la Argentina. Es simplemente imposible, por toda
suerte de razones, que un modelo de este tipo sea adoptado, por ejemplo,
por el Brasil sin que también lo haga la Argentina y viceversa.
La concentración táctica de los esfuerzos de las transnacionales en aquel de
los dos países que no siguiera consistentemente ese modelo, tornaría excesivo
para el otro el peso de continuar implementándolo.
Lo
que torna esencial la integración latinoamericana no es la retórica de la
amistad ni el minipragmatismo de las complementariedades. Lo que la torna
necesaria es la conjunta coparticipación en el esfuerzo de emancipación
tecnológica y empresarial.
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