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viernes, 7 de marzo de 2014

INTEGRACIÓN REGIONAL CON AUTONOMÍA TECNOLÓGICA Y EMPRESARIA. JAGUARIBE, HELIO



INTEGRACIÓN REGIONAL CON AUTONOMÍA TECNOLÓGICA Y EMPRESARIA
Un modelo válido es el que proporciona Japón

Diario “Clarín”, Buenos Aires, 28 de diciembre de 1978, págs. 2/3.                             Por Helio Jaguaribe
El proceso de integración de América Latina es bastante antiguo como idea, pero sólo comenzó efectivamente con el Tratado de Montevideo y la fundación de la ALALC. A esta iniciativa siguieron otras de integración subregional, como la centroamericana y la andina.
Entre el Tratado de Montevideo y fines de la década del 60, los países latinoamericanos tenían dos ideas fundamentales:
a)      El mecanismo que debía proponer la integración sería un mecanismo de integración de los mercados nacionales, hacia un mercado latinoamericano básicamente integrado;
b)      los Estados eran protagonistas básicamente unitarios, homogéneos y suficientes. Creo que el proceso real ocurrido desde ese período hasta nuestros días ha conducido a una contestación de estas dos ideas.
Desde luego, la primera fue la más rápidamente criticada. Ante el acentuado desnivel de las economías nacionales latinoamericanas, resultó rápidamente claro que una simple integración de mercados implicaría acentuar las ventajas de los países de mayor industrialización y en hacer permanente la dependencia de los demás.
La segunda idea también reveló, más recientemente, ser una falacia. Si no antes, al menos en la década del 70 se tornó claro que los Estados nacionales latinoamericanos, tal como ocurría con todos los demás países del Tercer Mundo, no habían encontrado una forma apropiada de relacionarse con las transnacionales.
En todos los países latinoamericanos había por lo menos dos dimensiones distintas: la del Estado nacional y la de las transnacionales ubicadas en el mismo país. Solo para los fines formales internos, las transnacionales se encuentran bajo la reglamentación del Estado. En lo que se refiere a la política de producción e inversión, a la tecnología y al relacionamiento con el mercado internacional, las transnacionales escapan de la tutela de los Estados y lo hacen tanto más cuanto más poderosas sean y más débiles los Estados.
Ante la “impasse” creada por estos hechos, el proceso de integración quedó contenido y en gran parte desmitificado. La ALALC se convirtió en un mecanismo de intercambio de una pauta  limitada de productos utilizando complementariedades aceptadas entre los países de la zona. Típica es la relación de intercambio de frutas tropicales brasileñas y productos argentinos de clima templado. El mercado común centroamericano no consiguió superar el predominio de las transnacionales y quedó así sin alcance a nivel de los productos industrializados. El Pacto Andino intentó superar las limitaciones mencionadas, adoptando oficialmente una política de nacionalismo subregional y buscando por otra parte una reubicación racional del parque industrial de la región. Esa política, entretanto, tenía una coherencia ideológico-pragmática superior a la políticamente aceptable por la mayoría de los integrantes, De ahí la secesión de Chile y una práctica de saboteo notablemente realizada por Colombia.
Contemplando este cuadro bastante desolador, México y Venezuela, un par de años atrás, intentaron una salida con la institución del SELA (Sistema Económico Latinoamericano). Concebido como un mecanismo extremadamente flexible, el SELA tiene sobre todo en vista, facilitar la creación de emprendimientos multinacionales latinoamericanos, en cierta forma como una respuesta regional a las transnacionales. Sin embargo, pese a la excelencia del aparato y a la admirable conducción que le está imprimiendo su secretario ejecutivo, Jaime Moncayo, el hecho es que el impacto del SELA todavía es insignificante. Simplemente, el SELA no ha sido todavía capaz de convertirse en un polo de aglutinación de grandes intereses regionales.
Mientras la retórica oficial latinoamericana continúa alabando a la integración y sus beneficios, y pretendiendo que esta idea se está implementando, la verdad es que en la región está ocurriendo un proceso muy distinto.
Desde luego, dentro del conjunto de América Latina se están acentuando las diferenciaciones subregionales. México, que aspiró en Echeverría a afirmar una línea autónoma, con respaldo del Tercer Mundo, ha sido obligado, por la crisis económico-financiera provocada por importantes grupos de su sector privado, al final del gobierno de Echeverría, a volver a una gran compromiso con Estados Unidos, tal vez como condición táctica de reequilibrio de su economía. América Central perdió las veleidades de formar una comunidad autocentrada y volvió a la clásica tutela norteamericana, bajo las odiosas dictaduras de las cuales el caso de Nicaragua es el más doloroso.
En América del Sur se viene desarrollando con gran celeridad la expansión de la influencia brasileña. Un período continuado de estabilidad política bajo el autoritarismo militar, combinado por un brote de desarrollo industrial que fue espectacular entre los años 68 a 73 y actualmente continúa siendo importante, a despecho de la crisis del petróleo, proporcionaron a Brasil condiciones muy favorables para una gran política bilateralista con los países sudamericanos.
Este tipo de política convirtió a Brasil en una especie de equivalente de lo que Alemania Federal es en el contexto europeo, aunque bajo condiciones marcadamente distintas. Entre estas, yo subrayaría dos que me parecen particularmente relevantes. La primera se refiere al hecho de que la mayor ponderación económica de Alemania en Europa está contenida por acuerdos comunitarios mucho más  profundos que los existentes en América Latina. En América Latina, los reglamentos generales de la ALALC son simplemente de libre comercio y por eso mismo resultan muy favorables para una exitosa política bilateralista de Brasil con los países de la región.
La segunda importante diferencia consiste en el hecho de que la expansión económica alemana se está haciendo con un concomitante desarrollo de su grado de autonomía científico-tecnológica y un consecuente grado de autonomía empresarial. Aunque el canciller Schmidt, en su estilo social-liberalismo, sea defensor de la libertad de comercio y de inversión, la verdad es que Alemania es el único país europeo que se reveló capaz de domesticar a las transnacionales. Lo está haciendo para producir una tecnología y una capacidad de inversión propios, que le permiten desarrollar la contrapartida de sus propias transnacionales y negociar en un nivel de razonable paridad con las transnacionales norteamericanas. Agreguemos que la potencia económico-financiera de la República Federal alcanzó tal nivel que el deutche mark, si no cuantitativamente al menos cualitativamente, se transformó en un marco monetario alternativo en relación al dólar.
En Brasil, por el contrario, la expansión económica se está haciendo bajo el creciente predominio de transnacionales alienígenas, tanto en términos de inversión como de tecnología. Es verdad que el país está emprendiendo un extraordinario esfuerzo en el campo de la ciencia y la tecnología, invirtiendo en el mismo más del uno por ciento del PBI, lo que expresa una situación bastante poco frecuente entre los países del Tercer Mundo.
Sin embargo, ese notable esfuerzo no se acompaña con una política coherente con él. A la política de nacionalismo tecnológico de Brasilia se contrapone en el mismo país la política de internacionalismo económico, lo que significa que, en la práctica, el esfuerzo tecnológico se queda en los archivos de los laboratorios, mientras las transnacionales expanden el uso de su propia tecnología. Por otra parte, y como consecuencia de esa política, el país no logró una estructura financiera autónoma., como lo ha hecho Alemania, y así su grado de endeudamiento internacional sigue creciendo a un ritmo todavía superior al de la expansión de su economía.
Es evidente que en tales condiciones la expansión de la influencia económica brasileña en América del Sur no contribuye a aumentar la tasa de autonomía de la región ante las potencias centrales.
Sería el caso cerrar estas consideraciones con el interrogante sobre lo que podría realísticamente hacerse en las condiciones de América Latina.
Una primera respuesta es la del radicalismo revolucionario. Hacer la revolución, socializar los bienes de producción y entrar en el sistema de auxilio mutuo de los países socialistas. Esa fue la opción de Cuba y es la que todavía preconizan ciertos sectores radicales de América Latina. Sin extenderme en la discusión teórica d este modelo, quiero simplemente enfatizar sus dos aspectos más negativos: Uno es el hecho de que efectivamente tiene muy bajas posibilidades de implementación. Es muy probable que Cuba permanezca como caso aislado en el contexto internacional. El segundo punto negativo sería teóricamente más complejo de elucidar y se refiere a la bien conocida contradicción entre las expectativas de emancipación humana y las dictaduras tecnocrático-partidarias que finalmente resultan implantadas.
El segundo modelo es el practicado por la mayoría de los países de la región. Parte del presupuesto de que las transnacionales debidamente reglamentadas por apropiadas políticas nacionales tienen una capacidad de transferencia tecnológica y de expansión económica que conduce al desarrollo de los países anfitriones. Alcanzando un alto nivel de desarrollo, estos países supuestamente, adquirirán condiciones de paridad con los otros países centrales y sus transnacionales, quedando superados los inconvenientes del período de transición.
El modelo me parece contener una doble e irremediable falacia. En primer lugar, porque todos los procesos de desarrollo por transferencia tecnológica perpetúan la dependencia tecnológica. Lo que se transfiere es menos tecnología que equipos y procedimientos prefabricados. El potencial de innovación persiste en las metrópolis, y, con ello, la dependencia en las periferias.
La segunda falacia del modelo consiste en que la capacidad de adaptar los objetivos de las transnacionales a  los objetivos nacionales es directamente proporcional al grado de autonomía que tienen las naciones. En las condiciones actuales, los países latinoamericanos tienen solamente una modesta capacidad de reglamentación de  las transnacionales.
De ahí, en el caso de Brasil, la manifiesta falta de compatibilidad que se verifica entre el proceso de desarrollo económico y el de desarrollo social. En otros contextos, los efectos podrán ser distintos. Por ejemplo, en el caso de la Argentina, no es tanta la brecha entre desarrollo económico y social, como la brecha entre el desarrollo nacional y el desarrollo del mercado. Entonces, se internacionaliza el mercado y se desnacionaliza la Nación. Es el caso de Chile, donde esto último se presenta muy agravado.
Hay, entretanto, un tercer modelo compatible con un política social muy avanzada y el mantenimiento de la una sociedad abierta y pluralista.
Es el modelo que están siguiendo Alemania y Japón. Consiste en acoplar al desarrollo económico interno crecientes niveles de autonomía tecnológica y empresaria, así como las correspondientes estructuras financieras. Este modelo es inviable como meta intermedia para países demasiado subdesarrollados, Sin embargo es un modelo adaptable para países que ya tienen importante infraestructura industrial y educacional, así como dimensiones internas suficientemente amplias, como Brasil, Argentina o México.
El problema clave para la adopción de este modelo consiste en una decisión nacional de pagar un precio inmediato y viable, bastante más elevado, principalmente para las clases alta y media, por el desarrollo nacional. Es un modelo que impone un sacrificio nacional histórico para la autonomía a largo plazo.
Ante las muchas condiciones requeridas para la adopción de este modelo, subrayaría dos:
·          Internamente, a nivel nacional, una apertura democrática, encaminada a la movilización del consenso y tornada posible por una política social sustancialmente más equitativa. O sea, en otras palabras, el empresariado nacional, para convertirse en objeto de consenso en su tarea, tiene que aceptar el precio de trabajar más por la Nación y menos para sus intereses personales.
·          La segunda condición de posibilidad de este modelo es un gran entendimiento latinoamericano y tiene como nervadura central el entendimiento de Brasil con la Argentina. Es simplemente imposible, por toda suerte de razones, que un modelo de este tipo sea adoptado, por ejemplo, por  el Brasil sin que también lo haga la Argentina y viceversa. La concentración táctica de los esfuerzos de las transnacionales en aquel de los dos países que no siguiera consistentemente ese modelo, tornaría excesivo para el otro el peso de continuar implementándolo.
Lo que torna esencial la integración latinoamericana no es la retórica de la amistad ni el minipragmatismo de las complementariedades. Lo que la torna necesaria es la conjunta coparticipación en el esfuerzo de emancipación tecnológica y empresarial.



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