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martes, 17 de febrero de 2015

CAPITALISMO (2011) LA FUERZA DE UN LEGADO POLÍTICO.


Libros / Anticipo

La fuerza de un legado político

Fallecido en agosto del año pasado, Tony Judt dejó con su último libro, Algo va mal, una reafirmación de principios progresistas después de casi treinta años de desprestigio de lo público. En estos fragmentos, su defensa de la socialdemocracia y la preocupación por el crecimiento de la desigualdad

Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho, esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de un propósito colectivo. Sabemos cuánto cuestan las cosas, pero no tenemos idea de lo que valen.
Ya no nos preguntamos sobre un acto legislativo o un pronunciamiento judicial: ¿es legítimo? ¿Es ecuánime? ¿Es justo? ¿Es correcto? ¿Va a contribuir a mejorar la sociedad o el mundo? Estos solían ser los interrogantes políticos, incluso si sus respuestas no eran fáciles. Tenemos que volver a aprender a plantearlos.
El estilo materialista y egoísta de la vida contemporánea no es inherente a la condición humana. Gran parte de lo que hoy nos parece "natural" data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito.
No podemos seguir viviendo así. El pequeño crac de 2008 fue un recordatorio de que el capitalismo no regulado es el peor enemigo de sí mismo: más pronto o más tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos y a volver a acudir al Estado para que lo rescate.
Pero si todo lo que hacemos es recoger los pedazos y seguir como antes, nos aguardan crisis mayores durante los años venideros.
Sin embargo, parecemos incapaces de imaginar alternativas.
Esto también es algo nuevo. Hasta hace muy poco, la vida pública en las sociedades liberales se desarrollaba a la sombra de un debate entre los defensores del "capitalismo" y sus críticos, normalmente identificados con una u otra forma de "socialismo". En la década de 1970 este debate había perdido buena parte de su significado por ambas partes, pero, en cualquier caso, la distinción "izquierda-derecha" resultaba útil. Constituía un marco en el que situar los comentarios críticos sobre los asuntos contemporáneos. [...]Hoy, ni la izquierda ni la derecha tienen en qué apoyarse.
Llevo treinta años oyendo decir a los estudiantes: "Para ustedes fue fácil: su generación tenía ideales e ideas, creía en algo, podía cambiar las cosas". Nosotros (los hijos de los ochenta, los noventa, del 2000) no tenemos nada. En muchos sentidos mis alumnos están en lo cierto. Para nosotros fue fácil -lo mismo que fue fácil, al menos en este sentido, para las generaciones anteriores a la nuestra-. [...]
Si los jóvenes de hoy están desorientados no es por falta de objetivos. Una conversación con estudiantes o escolares produce una asombrosa lista de ansiedades.
De hecho, la nueva generación siente una honda preocupación por el mundo que va a heredar. Pero esos temores van acompañados de una sensación general de frustración: nosotros sabemos que algo está mal y hay muchas cosas que no nos gustan. Pero ¿en qué podemos creer? ¿Qué debemos hacer?
Esta actitud es el irónico reverso de la de una era anterior.
En la época del dogma radical, los jóvenes estaban lejos de sentir incertidumbre. El tono característico de los años sesenta era el de una confianza presuntuosa: nosotros sabíamos cómo arreglar el mundo. Es esta nota de arrogancia gratuita la que en parte explica la posterior respuesta reaccionaria; si la izquierda quiere recuperarse, le vendrá bien algo de modestia. [...]
Cuando los periodistas y comentaristas defienden el gasto público en fines sociales, suelen describirse -y ser descritos por sus críticos- como "liberales". Liberal es una etiqueta venerable y respetable, y todos deberíamos estar orgullosos de ella. Pero, al igual que un abrigo bien diseñado, oculta más de lo que deja ver.
Un liberal es alguien que se opone a la intromisión en los asuntos ajenos: que es tolerante con la disconformidad y el comportamiento no convencional. Históricamente los liberales han sostenido que lo mejor es mantener a los demás fuera de nuestras vidas, lo que deja a cada individuo el máximo espacio para vivir y desarrollarse como prefiera. En su forma extrema, estas actitudes hoy están asociadas con los autodenominados "libertarios", pero el término es en gran medida redundante. La mayoría de los verdaderos libertarios prefieren dejar en paz a los demás.
Por otra parte, los socialdemócratas son una suerte de híbridos. Comparten con los liberales la defensa de la tolerancia religiosa y cultural; pero en la política pública creen en la posibilidad y en las ventajas de la acción colectiva para el bien común. Como la mayoría de los liberales, los socialdemócratas propugnan la tributación progresiva a fin de financiar los servicios públicos y otros bienes sociales que los individuos no pueden conseguir por sí solos. Sin embargo, mientras que muchos liberales ven esa tributación o provisión pública como un mal necesario, una visión socialdemócrata de la buena sociedad entraña desde el comienzo un papel mayor para el Estado y el sector público.
Es comprensible que en Estados Unidos resulte difícil vender la socialdemocracia. Uno de mis objetivos es sugerir que el gobierno puede desempeñar un papel mayor en nuestras vidas sin amenazar nuestras libertades -y sostener que, como el Estado va a permanecer con nosotros durante un tiempo previsible, haríamos bien en pensar qué tipo de Estado queremos-. En cualquier caso, gran parte de lo mejor en la legislación y la política social estadounidenses del siglo XX -y que ahora se nos pide que desmantelemos en nombre de la eficiencia y del "menos gobierno"- se corresponde en la práctica con lo que los europeos han denominado "socialdemocracia". Nuestro problema no es qué hacer, sino cómo hablar acerca de ello.
El dilema europeo es un tanto diferente. Numerosos países europeos practican desde hace mucho algo parecido a la socialdemocracia, pero han olvidado cómo defenderla.
Hoy los socialdemócratas están a la defensiva y tratan de excusarse. No se ha dado respuesta a los críticos que sostienen que el modelo europeo es demasiado caro o ineficiente desde el punto de vista económico.
Y, sin embargo, el Estado de bienestar no ha perdido popularidad entre sus beneficiarios: en ningún país de Europa ha votado el electorado a favor de acabar con la sanidad pública y la educación gratuita o subvencionada, o de reducir la provisión pública de transporte y otros servicios esenciales.[...]
Durante los primeros años de este siglo, el "consenso de Washington" había ganado la batalla. En todas partes había un economista o "experto" que exponía las virtudes de la desregulación, el Estado mínimo y la baja tributación. Parecía que los individuos privados podían hacer mejor todo lo que hacía el sector público.[...]
Pero al menos en parte ya se ha producido un despertar.
Para evitar las bancarrotas nacionales y el derrumbamiento del sistema bancario, los gobiernos y los bancos centrales han dado giros considerables a sus políticas, diseminando generosamente dinero público en pro de la estabilidad económica y poniendo las compañías arruinadas bajo control público sin pensarlo dos veces. Un asombroso número de economistas partidarios del libre mercado, de los que se prosternaban a los pies de Milton Friedman y sus colegas de Chicago, hacen acto de contrición y juran lealtad a la memoria de John Maynard Keynes.
Todo esto es muy gratificante. Pero no se puede decir que constituya una revolución intelectual. Por el contrario: como sugiere la respuesta de la administración Obama, la vuelta a la economía keynesiana no es más que una retirada táctica. Prácticamente lo mismo se puede decir del Nuevo Laborismo, tan leal como siempre al sector privado en general y a los mercados financieros londinenses en particular. Desde luego, un efecto de la crisis ha sido amortiguar el ardor de los europeos continentales por el "modelo angloestadounidense"; pero los principales beneficiarios han sido esos mismos partidos de centroderecha que antes ponían tanto empeño en emular a Washington.
En suma, la necesidad práctica de Estados fuertes y gobiernos intervencionistas está fuera de discusión.
Pero nadie está "repensando" el Estado. Sigue habiendo una marcada renuencia a defender el sector público en nombre del interés colectivo o por principio. Es asombroso que en una serie de elecciones que se han celebrado en Europa después de la crisis financiera, los partidos socialdemócratas hayan obtenido malos resultados; a pesar del derrumbamiento del mercado, han sido a todas luces incapaces de estar a la altura de las circunstancias.
Para que se la vuelva a tomar en serio, la izquierda debe hallar su propia voz. Hay mucho sobre lo que indignarse: las crecientes desigualdades en riqueza y oportunidades; las injusticias de clase y casta; la explotación económica dentro y fuera de cada país; la corrupción, el dinero y los privilegios que ocluyen las arterias de la democracia. Pero ya no basta con identificar las deficiencias del "sistema" y lavarse las manos como Pilatos: indiferente a las consecuencias. La irresponsable pose retórica de las décadas pasadas no ayudó en nada a la izquierda..
 
 

Cada vez más desiguales


Para comprender el abismo en que hemos caído, primero hemos de apreciar la magnitud de los cambios que nos han sobrevenido. Desde finales del siglo XIX hasta la década de 1970, las sociedades avanzadas de Occidente se volvieron cada vez menos desiguales. Gracias a la tributación progresiva, los subsidios del gobierno para los necesitados, la provisión de servicios sociales y garantías contra las situaciones de crisis, las democracias modernas se estaban desprendiendo de sus extremos de riqueza y pobreza.
Desde luego, seguía habiendo grandes diferencias.
Tanto los países esencialmente igualitarios de Escandinavia como las sociedades, bastante más diversas, del sur de Europa seguían reconociendo diferencias en su seno, y los países angloparlantes del mundo atlántico y el Imperio británico continuaban reflejando tradicionales distinciones de clase. Pero cada uno a su manera se había visto afectado por la creciente intolerancia a la desigualdad excesiva y había establecido la provisión pública para compensar las carencias privadas.
En los últimos treinta años hemos arrojado todo esto por la borda. El "hemos" varía en cada país, claro está. Los mayores extremos de privilegios privados e indiferencia pública han vuelto a aflorar en Estados Unidos y en el Reino Unido, epicentros del entusiasmo por el capitalismo de mercado desregulado. Aunque países tan lejanos como Nueva Zelanda y Dinamarca, Francia y Brasil, han expresado un interés periódico, ninguno ha igualado a Gran Bretaña o a Estados Unidos en la empresa de desmontar, a lo largo de treinta años, décadas de legislación social y supervisión económica.
En 2005, el 21,2 por ciento de la renta nacional estadounidense estaba en manos de sólo el 1 por ciento de la población. En 1968, el director ejecutivo de General Motors se llevaba a casa, en sueldo y beneficios, unas sesenta y seis veces más que la cantidad pagada a un trabajador típico de GM. Hoy, el director ejecutivo de Wal-Mart gana un sueldo novecientas veces superior al de su empleado medio. De hecho, este año se calculó que la fortuna de la familia fundadora de Wal-Mart era aproximadamente la misma (90.000 millones de dólares) que la del 40 por ciento de la población estadounidense con menos ingresos: 120 millones de personas.

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