Lunes 19 de marzo de 2012
Cuando la invocación al economista inglés esconde un improvisado populismo
Uso y abuso de Keynes
La
corriente nacional y popular ataca la cultura cosmopolita, pero busca
allí sus mentores intelectuales. Carta Abierta sigue las directivas de
Ernesto Laclau, argentino trasplantado en Londres y seguidor de los
posestructuralistas franceses. El nuevo asesor económico del
kirchnerismo, Axel Kicillof, en los ratos que le deja la militancia y
los cargos públicos, estudia alemán para leer a Marx en el original,
además se especializa en Keynes y sostiene que es un pensador radical
tergiversado por el análisis burgués.
John Maynard Keynes se
movía, sin embargo, en un mundo muy lejano al del kirchnerismo o al de
La Cámpora Las singulares circunstancias de su vida no lo predisponían a
ser convencional: sofisticado caballero inglés de clase alta,
proveniente de la burguesía ilustrada, nacido en la era victoriana y
educado en Cambridge, compartía por igual los círculos de la nobleza y
la bohemia del teatro o del grupo Bloomsbury, al que pertenecían
Virginia Wolf y otros intelectuales que renovaron el arte y la
literatura, así como los hábitos y costumbres de la Inglaterra puritana
del siglo XX temprano. Bloomsbury se inspiraba en la ética del filósofo
George Moore, partidario de una moral basada en la razón, el goce y la
libertad, y de un sistema de valores que buscaba la belleza, el amor y
la verdad y se alejaba del heroísmo y la santidad. Keynes en sus
escritos autobiográficos reiteraba estos conceptos.Aunque éste no es el caso del muy culto Kicillof, el economista inglés es citado con frecuencia por formadores de opinión que difícilmente leen un tratado de economía, conocen sus ideas de oídas y lo vinculan, con razón, con el Estado de Bienestar y la socialdemocracia, pero también con el populismo de las sociedades periféricas, relación que probablemente hubiera asombrado al democrático Keynes. Se le adjudica ser un destructor del liberalismo, pero él nunca dejó de considerarse un liberal a su manera, un continuador de la línea del liberalismo reformista de John Stuart Mill, tal como lo muestran sus Ensayos de persuasión (1931), en los que sostenía que el problema político de la humanidad es combinar tres cosas: la eficiencia económica, la justicia social y la libertad individual.
La definición política de Keynes era muy clara. No se consideraba un conservador, pero tampoco aceptaba el socialismo "por ser el partido que odia a las instituciones existentes y cree que el verdadero bien resultará sencillamente de derribarlas"; contra ambas posiciones de izquierda y de derecha, oponía: "Me inclino a creer que el partido liberal es todavía el mejor instrumento de progreso futuro". Consecuentemente, adhirió al Partido Liberal inglés y fue un Lord del Parlamento.
La revolución keynesiana, aunque sea difícil encontrar estos propósitos en su abstrusa -para los legos- obra Teoría general del empleo, el interés y la moneda (1930), declaraba la guerra contra el rentista ocioso que, de todas maneras, tenía sus días contados y proponía una economía para la democracia de masas con un consumo extendido a la mayor parte de la sociedad.
Para la época en que el fascismo, el nacionalsocialismo, el estalinismo y las dictaduras militares habían destruido la democracia, Keynes planteó que la única salida para salvarla estaba en la reorganización del capitalismo. Esta alternativa, llamada keynesianismo, fue puesta en práctica en Estados Unidos con el New Deal, aun antes de que Roosevelt conociera a Keynes, y en la Europa de posguerra a través de los programas de la socialdemocracia.
El modelo keynesiano se impuso con gran éxito y dio lugar al mejor período del capitalismo avanzado, el de los treinta gloriosos años. Entre la segunda mitad de los cuarenta y mediados de los setenta, se asistiría a fenómenos inéditos: el crecimiento económico fue compatible con el mayor bienestar de los asalariados. Se cumplía, en parte, la promesa de Keynes de que era posible conciliar la eficiencia económica con la justicia social.
Esta mejora de la condición de los trabajadores sin que el sistema capitalista sufriera perturbaciones provocó, a la vez, el odio de una derecha anacrónica y de la izquierda más ortodoxa. Sin embargo, la propuesta keynesiana estaba lejos de cualquier utopía de izquierda. En el país más liberal del mundo, Estados Unidos, hasta un gobernante republicano como Richard Nixon confesaba: "Todos somos keynesianos".
Queda una duda: saber si el bienestar económico de los países avanzados fue obra del keynesianismo o la expresión de la extraordinaria prosperidad de posguerra. La duda se acrecentó cuando pudo observarse, a partir de la crisis del petróleo en la década del 70, que el modelo keynesiano también tenía sus lados débiles. La política del bienestar provocaba, a la larga, inflación, déficit fiscal, burocratización excesiva del Estado, trabajo caro e ineficiente y el cansancio de las clases medias que pagaban impuestos para mantener a los desocupados. El keynesianismo había sido un modelo eficaz para salir de la depresión; en cambio, encontraba sus límites frente a la inflación que las deformaciones de sus propias propuestas habían provocado.
A Keynes no lo hubiera sorprendido el agotamiento de sus principios; él mismo se había adelantado a sus críticos cuando, con ironía, les respondió acerca de las consecuencias no queridas: "A largo plazo, todos estaremos muertos". Ningún modelo económico resiste la eternidad, eso lo sabía bien Keynes, que nunca cometió la ingenuidad de proclamar "el fin de la historia" como los ideólogos del fundamentalismo neoliberal. Se trataba del fin de un ciclo, alternancia característica del capitalismo que, por esencia, es contrario a toda estabilidad.
La crisis del Estado de Bienestar no se debe tan sólo a las deficiencias del modelo keynesiano, sino a la profunda transformación del planeta desde las últimas décadas del siglo XX, que provocaron el decaimiento del Estado nación y del movimiento obrero, los dos pilares del keynesianismo.
Uno estaba siendo erosionado por la globalización, y el otro, por la sociedad pos-industrial. Es inútil soñar con el retorno a la sociedad nacional e industrial donde el keynesianismo se movía como pez en el agua, la rueda de la historia nunca gira hacia atrás. Los neokeynesianos actuales carecen de la singularidad de un teórico revolucionario para construir un modelo adecuado al nuevo mundo global y pos-industrial que Keynes no conoció.
El keynesianismo nació y funcionó en democracias consolidadas, su trasplante a una sociedad como la latinoamericana, de fuertes rasgos autoritarios y con instituciones débiles e inestables, no deja de ser una manipulación populista para ocultar, tras un término prestigioso, las viejas prácticas del capitalismo subsidiado, el corporativismo, el clientelismo y la emisión monetaria incontrolada, fenómenos alejados de los auspiciados por Keynes.
Algunos economistas peronistas del período clásico creían avalar la improvisación populista pergeñada por el hojalatero Miguel Miranda llamándola keynesianismo. Esa experiencia, lejos de ser un éxito comparable al de los "treinta gloriosos años", duró apenas cuatro años, de 1946 a 1949. Su fracaso no es atribuible a fallas del keynesianismo, sino a su aplicación incompleta y deformada: se adoptaron algunas variables y se olvidaron otras, subieron los salarios, pero sin la contrapartida del crecimiento económico y el fomento de la inversión; aumentó el gasto público, pero no por inversión en infraestructura o en la mejora de los servicios públicos, como Keynes proponía, sino para mantener una burocracia sobredimensionada e inútil y subsidiar a empresas ineficientes y sin capacidad exportadora. La fiesta peronista acabó cuando se agotaron las reservas del Banco Central, acumuladas durante la guerra; Perón, que era un pragmático, emprendió en 1950 el giro hacia una economía más ortodoxa con Gómez Morales: la vuelta al campo, recorte a los subsidios a industrias ineficientes y freno a la suba incontrolada de salarios, que trajo una ola de grandes huelgas reprimidas violentamente por el gobierno, muy lejos ya del festivo clima seudokeynesiano. Otra experiencia se intentó en la segunda etapa del peronismo, en 1973, que acabo catastróficamente con el Rodrigazo. Pero, como decía Hegel, la historia sólo enseña una lección: nadie aprende nada de ella. Por lo menos, los peronistas nunca aprendieron la lección de sus fracasos.
La crisis argentina del default de 2001, marcada por la devaluación y la consiguiente baja del salario real a niveles inéditos, también bajo otro gobierno peronista, trajo como consecuencia el aumento de la desigualdad en la distribución del ingreso y de la brecha entre pobres y ricos. Estos procedimientos de ortodoxia ultraconservadora fueron presentados, por algunos comentaristas desorientados o mal intencionados, como el fin del neoliberalismo y el comienzo de una era neokeynesiana.
El neopopulismo latinoamericano del siglo XXI se declara neokeynesiano. Caso ejemplar de la deformación del keynesianismo fue el peronismo de ayer y de hoy, que en su nombre justificó la economía inflacionaria. Cuando Keynes recomendaba que hasta un 2,5 o un 3% de inflación no era peligroso porque "nadie podía advertirlo", la Argentina padeció de cuarenta años de inflación mayor de dos dígitos, de diez años de megainflación de tres dígitos, dos megainflaciones y, luego de un corto período sin inflación, volvió a una inflación de más de dos dígitos que sigue en aumento, cifras que hubieran espantado a Keynes. La premonición de inauditas interpretaciones de ese estilo le habían inspirado al economista, poco antes de su muerte, su última ironía: "Yo no soy keynesiano".
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