Buenos Aires, Miércoles
15 de abril de 2009
El partido de Mandela
El 24 de mayo
de 1995, un día antes del debut ante Australia, Nelson Mandela llegó en
helicóptero militar a la concentración de Silvermine, en Ciudad del Cabo.
Presidente sudafricano desde un año antes y encarcelado durante 27 años por el
régimen racista del apartheid, Mandela hizo unas bromas iniciales y luego habló
seriamente al plantel de los Springboks. "Recuerden, todos nosotros,
blancos y negros, estamos con ustedes", dijo Mandela a los jugadores de la
selección sudafricana de rugby. Emocionado, el centro tres cuartos Hennie Le
Roux le regaló su gorra Springbok y el capitán Francois Pienaar lo despidió
arengando a sus jugadores: "Hay una persona para la que sabemos que
tenemos que jugar, y es el presidente".
Es el comienzo
del emotivo tramo final de "El Factor Humano". El excelente libro del
periodista inglés John Carlin, en venta desde hace unos días en Buenos Aires, y
que Clint Eastwood ya comenzó a filmar en Sudáfrica, con Morgan Freeman en el rol
de Mandela, Matt Damon como Pienaar y Scott Eastwood, hijo del director, como
Joel Stransky, el medio apertura que anotó todos los puntos en el agónico
triunfo 15-12 sobre los All Blacks neocelandeses en la final del Mundial de
rugby de 1995. Una victoria que, según Carlin, acaso salvó a Sudáfrica de caer
en una guerra civil y permitió el acceso al poder de la mayoría negra sin que
fuera necesario derramar más sangre, pese a las cuatro décadas de racismo
legalizado.
Mandela, que en
su juventud, en 1961, fundó el brazo armado del Congreso Nacional Africano
(CNA), fue al día siguiente a la inauguración del Mundial con la gorra de Le
Roux. Los jugadores cantaron el himno Die Stem, del gobierno racista, que
celebraba la conquista blanca, pero también entonaron el Nkosi Sikelele, el
himno oficial de la liberación negra, que pide la intervención de Dios para
poner "fin a todos los conflictos" y que durante los años del
apartheid era entonado por los negros en sus protestas. Los rugbiers, en su
mayoría símbolos de los afrikáner, la minoría opresora blanca de origen
holandés, habían aprendido a cantarlo apenas días antes de que comenzara el
Mundial. Es uno de los tramos más hermosos del libro de Carlin, de padre
escocés y madre española y que de niño vivió seis años en Buenos Aires, donde
retornó a los 23, en 1979, e hizo sus primeras armas como periodista en el
diario Buenos Aires Herald.
La idea de que
los jugadores cantaran el himno negro fue de Morne Du Plessis, un mítico ex
capitán de los Springboks, designado manager del equipo en el Mundial 95 y que
salió a la plaza el 11 de febrero de 1990, a celebrar la liberación de Mandela.
Al día siguiente del debut (victoria de 27-18 sobre Australia, con 22 puntos de
Stransky), Du Plessis llevó al plantel a Robben Island. De a uno, los rugbiers
entraron a la prisión de 2,5m x 2,1 en la que Mandela pasó 18 de sus 27 años
encarcelado. El preso 46664 dormía sobre un colchón de paja, con tres mantas
muy finas, y sólo salía de la prisión para realizar trabajos forzados, lavarse
con cubos de agua fría o probar comida deprimente, además de sufrir amenazas y
castigos del coronel Piet Badenhorst.
Al promediar el
Mundial, Mandela fue a una concentración del CNA en una zona rural, de las más
castigadas por el apartheid. Se puso la gorra Springbok que le había regalado
Le Roux y la multitud lo abucheó. "Esta gorra es en honor de nuestros
chicos, que juegan contra Francia mañana por la tarde". Los abucheos
siguieron. "No sean cortos de miras, la construcción nacional significa
que hay que pagar un precio". No sólo aceptaron su pedido, sino que,
además, la población negra, fanática del fútbol, pero no del rugby, comenzó a
vibrar tras el emotivo triunfo frente a Francia. Los
jugadores
salieron a
jugar ante Francia emocionados por el gesto de Mandela, de ponerse la gorra de
Le Roux sabiendo que era una afrenta para sus propios seguidores.
Mandela, que
hoy a los 90 años ya tiene fallas en su memoria, y confía en el próximo
gobierno del polémico candidato del CNA, Jacob Zuma, firme favorito en las
elecciones presidenciales del 22 de abril, dio el último gran golpe el día de
la final. Fue al Estadio de Ellis Park, corazón de la Sudáfrica racista,
vistiendo la camiseta Springbok con el número 6 del capitán Pienaar. "Ese
fue un mensaje muy fuerte", me dice Hugo Porta, mítico capitán de Los
Pumas, presente en esa final, como embajador argentino en Sudáfrica. "Sólo
recuerden que toda esta multitud, tanto negros como blancos, está con ustedes,
y que yo estoy con ustedes", arengó Mandela a los jugadores en el
vestuario. Dan Moyanne, un periodista nacido en el ghetto de Soweto y exiliado
en Mozambique, entonó ante los 62.000 espectadores Shosholoza, una canción de
esperanza del trabajador que vuelve a casa, en lengua zulú, mientras a su mente
llegaban imágenes de sus compañeros asesinados. "¡Nel-son, Nel-son!",
gritó la multitud cuando Mandela entró al campo de juego. El capitán Pienaar se
mordió los labios hasta sentir la sangre y no pudo cantar el himno negro porque
sintió que si lo hacía quedaría derrumbado por el llanto. Sudáfrica terminó
ganando 15-12 en tiempo extra ante la favorita Nueva Zelanda del gigante Jonah
Lomu. Y los negros salieron a las calles a festejar como casi nunca.
El relato final
del libro de Carlin, quien llegó a jugar de fullback en la Universidad de
Oxford, es altamente emotivo. El Mundial de rugby es una gran excusa porque su
libro, en rigor, es un homenaje a la grandeza de Mandela. A su decisión,
primero, de unir no sólo a su gente, dividida en diversas etnias, sino también de
ganarse al enemigo. De no enfrentar al tigre, que además tenía las armas, pero
sí domesticarlo, de apelar a su corazón, no a la razón, para que hubiese perdón
y reconciliación. Es notable la crónica inicial sobre cómo Mandela decidió esa
estrategia en sus último años de cárcel, cuando el mismo régimen que todavía
mataba a su gente comenzaba a tratarlo a él con deferencia, en una prisión-VIP,
con piscina, gimnasio y TV, para así comenzar a negociar una transición que
tambaleó hasta último momento, cuando la ultraderecha amenazó con un golpe de
estado.
A carceleros,
militares, ministros, servicios de inteligencia y xenófobos, Mandela sedujo
hablando en su propio idioma (afrikaan), pero también sobre su propia pasión.
El rugby, dice en el libro el teólogo y rugbier negro Arnold Stofile, "era
el opio que mantenía a los blancos en una ignorancia feliz, el opio que tenía
adormecida Sudáfrica". Negándole la droga feliz, la Sudáfrica blanca
podría salir de su sopor, afirmaba Stofile, firme defensor del boicot deportivo
en los años del oprobio, violado, entre otros, por los propios Pumas, cuando
viajaron bajo el disfraz de Sudamérica XV. Readmitir los partidos
internacionales de rugby fue parte de la estrategia de Mandela para ganarse la
confianza de la Sudáfrica blanca, que, según Stofile, tenía pan, pero extrañaba
el circo. El primer experimento, un partido contra Nueva Zelanda en 1992 en
Johannesburgo, fue un fracaso, porque el rugby aprovechó la ocasión para
reivindicar himno y bandera del poder blanco. Pero con el Mundial, los
Springboks, que hoy tienen entrenador y crack negro, pasaron a ser de símbolo
del opresor a sostenes de la democracia, aunque el debate jamás termina. Sólo
unos meses atrás se analizó a niveles oficiales si los Springboks debían
cambiar su nombre histórico, tomado de la gacela saltarina que habita en las
sabanas del sur de Africa, pero que muchos aún hoy vinculan con el opresor. No
recuerdan las lecciones de Mandela, ya frágil para intervenir en el debate.
Mandela, en rigor, advirtió el poder del deporte. Algunos, es cierto, creen que
el deporte es un anestésico poderoso que adormece a la sociedad. Mandela
registró que en el deporte perviven lealtades atávicas y lo utilizó como
herramienta trasformadora. El formidable libro de Carlin nos dice que esto no
hubiese sido posible sin un hombre como Mandela. Sin
el factor humano. .
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