Diario "La Capital". Rosario, Sábado, 12 de abril de 201401:00
La salud económica de los emergentes
"Los países emergentes no son y ni han sido inmunes a los desafíos de una economía que se debilita o que crece”, dijo Lula.
Por Luiz Inacio Lula Da Silva / ex presidente de Brasil
En los últimos tiempos se han vertido opiniones y
juicios superficiales sobre la inevitable decadencia de las economías
emergentes y su supuesta "fragilidad". Los que así se expresan no
comprenden el alcance de las transformaciones de las últimas décadas, ni
la relevancia del salto histórico que han dado países como China, India
y Brasil, además de Turquía y Sudáfrica, entre otros. No reconocen que
sus economías no sólo han crecido a un ritmo extraordinario, sino que
también han experimentado un cambio cualitativo.
Económicamente, las naciones emergentes son ahora
mucho más diversas, eficientes y profesionales que en el siglo pasado, y
mucho más rigurosas y prudentes, sobre todo desde el punto de vista
macroeconómico, de política fiscal y monetaria. Los negacionistas no
tienen en cuenta que las economías emergentes han reducido sus
vulnerabilidades y que ahora son más capaces de enfrentarse a las
oscilaciones de los mercados mundiales. Al utilizar parámetros
desfasados de hace décadas y estereotipos sobre los problemas eternos
del Tercer Mundo para evaluar la situación actual, se subestima su
fuerza y su potencial de crecimiento.
En vista de los mayúsculos errores de análisis
cometidos al analizar la situación de 2008, cuando grandes empresas
estadounidenses y europeas a punto de entrar en quiebra eran
consideradas modelos de competencia, y dado el nuevo escenario, creo que
sería sensato buscar más objetividad al diagnosticar la situación
actual y, sobre todo, al hacer pronósticos. Si algo podemos aprender de
la crisis, que no ocurrió en la periferia, sino en el núcleo del sistema
económico mundial, es que, para evaluar las economías y el destino de
las naciones, lo mejor es evitar las ovaciones incoherentes y las
alarmas infundadas. Lo más adecuado es buscar la verdad de manera
imparcial, para lo cual hay que examinar las economías reales de cada
país con atención, rigor y ausencia de prejuicios.
Los países emergentes no son y ni han sido inmunes a
los desafíos. Integrados en el mercado internacional, deben afrontar las
consecuencias de una economía mundial que se debilita o que crece. Ya
no dependen exclusivamente de las exportaciones, que, a pesar de la
crisis, continúan desarrollándose a un ritmo considerable. Los países
emergentes han creado sólidos mercados internos con enormes
posibilidades de expansión. La recuperación de Estados Unidos y de
Europa no ha hecho que esas economías sean menos atractivas para la
inversión extranjera. Ahora más que nunca, los países desarrollados
siguen necesitando mercados en crecimiento que absorban sus productos, y
esos mercados están sobre todo en Asia, Latinoamérica y África.
Al señalar que la tasa de crecimiento se está
reduciendo en las economías emergentes, se suele citar a China: su
economía, que llegó a un punto culminante con un índice de crecimiento
del 14 por ciento anual en la pasada década, se ha ralentizado hasta
alcanzar el 7 por ciento. Está claro que cuando las tasas de crecimiento
disminuyen en los países ricos, China no puede mantener el mismo ritmo
de expansión. Sin embargo, lo que se pasa por alto es que hace 10 años
el producto interno bruto (PIB) de China se acercaba a los 1,6 billones
de dólares, y que hoy se aproxima a los 9 billones. El índice de
crecimiento es menor, pero su base se ha ampliado enormemente. Además,
China ya no depende casi por completo de las exportaciones, ya que ha
desarrollado un mercado interno que exige nuevas importaciones. Gracias a
sus inmensos ahorros y reservas, dispone también de una considerable
capacidad para invertir en Asia, África y Latinoamérica.
Aunque sus economías sean menores que las de China,
los demás países emergentes, con diferentes tasas de crecimiento, pero
sin dejar de crecer, también ofrecen razones para el optimismo. Así es
sin duda en el caso de Brasil, que se ha ajustado a la nueva realidad
internacional y que es totalmente capaz, no sólo de mantener sus pasados
logros económicos y sociales, sino de continuar avanzando. En muchos
sentidos, durante la última década, Brasil se ha convertido en otro
país. Su PIB actual, que en 2003 se situaba en unos 550.000 millones de
dólares, ha superado los 2,1 billones, convirtiéndolo en 2013 en la
séptima economía del mundo. En ese mismo período, el valor del comercio
exterior ha pasado de 119.000 millones de dólares anuales a 480.000.
Brasil, que se ha convertido en uno de los seis destinos principales de
la inversión exterior directa, recibió el año pasado, según Naciones
Unidas, 63.000 millones de dólares. También es un importante fabricante
de automóviles, maquinaria agrícola, pasta de celulosa, aluminio y
aviones, y está entre los principales exportadores de carne, soja, café,
azúcar, naranjas y etanol.
La inflación cayó desde alrededor del 12 por ciento
en 2002 al 5,9 por ciento en 2013, y durante 10 años consecutivos, a
pesar del elevado crecimiento, se ha mantenido dentro de los márgenes
fijados por las autoridades monetarias. La deuda pública neta, según el
Banco Central de Brasil, se ha reducido casi a la mitad en 10 años,
pasando del 60,4 por ciento del PIB al 33,8 por ciento. Desde 2008,
Brasil ha tenido un superávit primario medio del 2,5 por ciento, el más
abultado de las grandes economías. Hace poco, la presidenta Dilma
Rousseff anunció un programa fiscal concebido para continuar reduciendo
la deuda en 2014. Con 376.000 millones de dólares en reservas, 10 veces
más que en 2002, el país puede ahora afrontar las fluctuaciones externas
manejando su tipo de cambio sin artificios ni turbulencias.
Brasil habría tomado una delantera mayor si la crisis
mundial no hubiera tenido un impacto tan grande en el crédito y el
comercio exterior. La recuperación económica de EE UU es algo muy
positivo, pero ahora la economía mundial está reaccionando a la retirada
de los programas de estímulo de la Reserva Federal. Incluso en un
entorno económico tan difícil, el crecimiento del PIB de Brasil, del 2,3
por ciento en 2013, ha sido uno de los más elevados de los países del
G-20 que han anunciado sus resultados. Lo más llamativo es que desde
2008 Brasil ha creado 10,5 millones de puestos de trabajo, en una época
en que el mundo, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT),
destruyó 62 millones. Y el índice de desempleo está en el punto mínimo
de su historia. Para mí, no hay indicador de salud económica más potente
que ese.
Durante años Brasil se ha esforzado por ampliar y
modernizar sus infraestructuras. La capacidad para generar electricidad
ha pasado de 80.000 megavatios a 122.000 desde 2003 y tres enormes
centrales hidroeléctricas están a punto de terminarse. Se ha iniciado
también un enorme programa de colaboración con el sector privado, de más
de 170.000 millones de dólares, para la mejora de puertos, aeropuertos,
autopistas y vías fluviales, y a la distribución y generación de
electricidad.
Hace poco me entrevisté en Nueva York con inversores
internacionales para demostrarles cómo se está preparando Brasil para
dar zancadas todavía más grandes en esta nueva era de la economía
mundial. Tuve la sensación de que su concepción de Brasil y de su
potencial de crecimiento era realista y positiva. El nuevo papel que los
países emergentes han asumido en la economía mundial no es ni efímero
ni transitorio. No van a salir de escena. Después de 2008 su fortaleza
económica impidió que el mundo cayera en una depresión generalizada. Y
seguirán siendo importantes para un nuevo ciclo de crecimiento
sostenido.
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