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martes, 10 de febrero de 2015

RUSIA. (2012) REPRIMIR O DIALOGAR. PUTIN, ANTE UN VIEJO DILEMA


Reprimir o dialogar. Putin, ante un viejo dilema

Las denuncias de fraude y las masivas protestas en Moscú tras conocerse los resultados de las elecciones parlamentarias del mes pasado colocaron al premier ruso ante una opción que también los zares enfrentaron un siglo atrás. Y si tienen razón los especialistas, las lecciones de la historia indican que una vez que comienzan las manifestaciones en Rusia, tarde o temprano se salen de control.
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MOSCU
Hace algunas semanas, cuando esta ciudad se preparaba para la primera de una serie de grandes movilizaciones contra el gobierno, algunos comentaristas parecían recurrir a la historia rusa para recordar cuando los zares y las masas chocaban con sables, hachas, cargas de caballería y multitudes de gente común que alzaba íconos sobre su cabeza.
En las viejas historias, las multitudes son una fuerza brutal, elemental, y no hay que sorprenderse de que los gobernantes rusos buscaran sofocarlas. Son parte de la memoria colectiva del Kremlin y sobrevuelan las protestas de la actualidad. Pedro el Grande, a los 10 años, recién declarado zar, se ocultaba temeroso detrás de su madre mientras guardias alzados empalaban a sus parientes con sus lanzas. El zar Alexis salió dispuesto a dirigirse a un grupo de peticionantes y se encontró rodeado, tomado de los botones de su abrigo.
Pero la narración más instructiva probablemente sea la del zar Nicolás II, cuyas tropas dispararon contra unos 8000 trabajadores que llegaron al Palacio de Invierno en 1905 para pedir mejores condiciones de trabajo. El ataque escandalizó de tal manera a los círculos que rodeaban a Nicolás que tuvo que adoptar las reformas reclamadas por los manifestantes, como la creación de un parlamento. Cuando surgieron nuevas protestas 12 años más tarde, decidió tomar una actitud diferente, al permitir que mujeres y niños se manifestaran pacíficamente por la falta de pan negro. Pero esas protestas se extendieron como el fuego, a huelguistas y a las tropas que se negaron a disparar contra ellos. Una semana después de la primera manifestación permitida, el zar Nicolás se vio forzado a abdicar.
Los primeros ministros y secretarios generales soviéticos que vinieron después de Nicolás se grabaron esta experiencia: la mejor manera de responder a manifestaciones masivas, concluyeron, es evitar a toda costa que éstas tengan lugar. Vladimir Putin, que llegó al poder después de las masivas manifestaciones de la era de la perestroika, adoptó un enfoque similar, de cortarlas de raíz, aunque la mayoría de las veces buscó evitar la violencia.
Richard E. Pipes, un estudioso de la historia de Rusia de larga trayectoria en la Universidad de Harvard, dijo que Putin tiene bien aprendidas las lecciones de la historia de su país. Una vez que comienzan las manifestaciones en Rusia, señaló, tarde o temprano se salen de control. "Si yo estuviera al mando, lo primero que haría sería reformar el Estado", opinó Pipes. "Pero si no quisiera hacer eso, prohibiría las manifestaciones, simplemente prohibirlas, y arrestaría a todo el que no lo aceptase."
Se oyeron ecos de esta teoría luego de las elecciones parlamentarias del 4 de diciembre pasado, cuando quedó en claro que los jóvenes rusos estaban dispuestos a manifestarse en mayor número que en cualquier otro momento desde que Putin llegó al poder en el año 2000. Ante una manifestación en la plaza Bolotnaya, el 10 de diciembre, desempolvaron la vieja frase de Aleksandr Pushkin: "Por favor, Dios, que no veamos esa clásica revuelta rusa, sin sentido y sin misericordia".
El novelista cercano al Kremlin Sergei Minaev alertó a los manifestantes que que si morían allí, incluso sus amigos cercanos olvidarían la causa por la que dieron su vida. "Si creyera en Dios -escribió por su parte el político liberal Leonid Gozman en vísperas de la manifestación-, le rogaría que hiciera entrar en razones a los generales y, más importante, a los que les dan órdenes."
El impacto de lo nuevo
Lo que ocurrió, por supuesto, fue algo fundamentalmente distinto, y por lo mismo, de gran impacto.
Para cualquiera que haya conocido la Rusia de Putin, la visión de lo que sucedió en la plaza Bolotnaya el 10 de diciembre fue casi un shock físico. Ha pasado tanto tiempo desde que hubo por última vez grandes cantidades de rusos en las calles exigiendo cambios políticos que la multitud -estimada en unas 50.000 personas, vigilada tranquilamente por la policía- parecía una maravilla natural, algo así como la aurora boreal.
Las personas en la multitud, en vez de escuchar a los oradores, la mayoría de los cuales tenían la vehemencia latosa de agitadores partidarios, se miraban unas a otras. No se veían desorbitados ni aplastados. No olían a temor o agresión. La masa crítica de profesionales de clase media que ha existido en Internet por años era de pronto un hecho físico, lo suficientemente cerca unos de otros como para sentir su temperatura corporal. Parecía el nacimiento de un nuevo organismo.
Nada que asuste sucedió ese día, ni tampoco en una nueva manifestación el 24 de diciembre, cuando la multitud fue significativamente mayor. Yevgeny Gontmakher, un economista que ha asesorado al gobierno en materia de protestas sociales, dijo que los líderes rusos no cuentan con fórmula alguna para responder a los manifestantes cuyas demandas no pueden responderse con dinero, porque por regla general ese tipo de multitud no ha existido aquí. Ha aparecido ahora "como una señal de que Rusia, a su manera, se está convirtiendo en un país occidental".
"Es la política pública -observó Gontmakher-. Ya no es algo marginal estar involucrado en la política pública. Creo que esto sucede por primera vez en Rusia. Y sugiere que Rusia tiene que escoger un camino europeo. La gente dice que Rusia no es Europa. No es así, Rusia sí es Europa."
Puede ser que estas últimas manifestaciones hayan marcado un cambio en la relación entre el Kremlin y las multitudes. Luego de un estallido inicial de ácida hostilidad, Putin y sus funcionarios comenzaron a hablar de los manifestantes con un poco de respeto, quizá porque quedó claro que representan a una amplia franja de la elite de los medios y los negocios de la capital.
La semana pasada Vladislav Surkov -el funcionario del Kremlin que durante los últimos diez años se ha ocupado de sofocar toda manifestación política callejera que pudiera convertirse en una amenaza para Putin- dijo que los manifestantes de Bolotnaya representan "la mejor parte de nuestra sociedad o, más precisamente, la más productiva". (Surkov fue reubicado en un cargo no político pocos días después de que se publicaran sus comentarios.)
Aun así se siente el peso de la historia en el Kremlin, cuyas fortificaciones de ladrillo rojo datan de la Edad Media. Algunos sostienen que la estructura básica de la sociedad rusa ha cambiado poco desde entonces. Vladimir Sorokin, que escribió una novela que superpone el Kremlin de Putin al de Ivan el Terrible, lo dijo así: "Como norma, en Rusia las autoridades temen al pueblo y el pueblo teme a las autoridades".
Esa tesis es cuestionada por los eventos de las últimas semanas. La multitud ha hecho una pausa ahora, como si tomara un respiro profundo, y Moscú verá iniciarse un nuevo año menos predecible que cualquier otro en la historia reciente. Una cosa quedó en claro: los rusos se han lanzado hacia algo, algo tan viejo como la confrontación o algo tan nuevo como el diálogo.
The New York Times
Traducción de Gabriel Zadunaisky .
 
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El mundo

Una protesta que crece en los cafés de la elite

Jóvenes en su mayoría universitarios, los impulsores de la revuelta organizan sus acciones de manera informal y sin un liderazgo claro
Por   | Corriere Della Sera
MOSCU
La atmósfera llena de humo e informal es la de los cafés tradicionalmente frecuentados por las elites revolucionarias, en Moscú como en cualquier otra ciudad del mundo. Aunque los jóvenes que guían la revuelta rusa contra el supuesto fraude electoral del 4 de diciembre pasado parecen tener poco que ver con la vieja idea de lo que es la intelligentsia . Profesionales, gerentes y también diversos vástagos de familias que han hecho dinero a millones bajo Boris Yeltsin y Vladimir Putin. Pero que no soportan lo que ha estado sucediendo en su país, con la farsa del cambio de roles en el tándem al mando (Dimitri Medvedev al gobierno y Putin de nuevo a la presidencia), decidido hace años, como lo reconoce el premier mismo.
He aquí que ahora los cafés de moda, hasta ayer frecuentados sólo para comer masas, han devenido lugares de encuentro, de discusión y, quizás, incluso de toma de decisiones importantes. Exactamente como sucedía en otros tiempos, cuando la intelligentsia maltratada por el poder buscaba iniciar cambios históricos.
Los locales preferidos son sin duda los de propiedad de Dimitri Bosirov y de Dimitri Yampolskij, un abogado que es también socio de uno de los defensores de Mikhail Khodorkovsky, el ex oligarca recluido en prisión desde hace años. Lugares informales donde se gasta poco.
Por sobre todo el Jean-Jacques Rousseau, ambiente lleno de humo, reproducción fiel de lo que eran en un tiempo los bistrots parisinos.
También el Strelka, creado en el lugar donde antiguamente se encontraba la más famosa fábrica de chocolates de la Unión Soviética, la Krasnyj Oktyabr (Octubre Rojo). Otros locales han sido abiertos por los dos propietarios también en el interior de la Casa de los Periodistas y de la Casa de los Pintores. Y también éstos se han convertido en estos días en lugares de acalorados debates.
Las autoridades se afanan por repetir que los manifestantes de estas semanas no representan a Rusia, sino solamente a una exigua minoría. En la capital, sin embargo, esta minoría cuenta y se hace sentir. Según el centro de investigaciones sociológicas Levada, los que se encontraban en la plaza el 24 de diciembre eran en un 62 por ciento gente con título y el 39 por ciento tenía entre 23 y 39 años. Un ocho por ciento estaba compuesto por dirigentes y otro ocho por ciento por empresarios. Eran periodistas, directores, actores, mujeres de oligarcas, personajes famosos, incluidos algunos que hasta el día anterior militaban en el campo de Putin.
Como Ksenya Sobchak, hija del mentor de Putin de San Petersburgo (entonces Leningrado). Ksenya es muy rica y desde 2010 es propietaria de un café de moda, el Bublik. Ahora, inevitablemente, este local aparece en la lista de los que frecuentan los indignados moscovitas, aunque en el comicio Ksenya fue ruidosamente abucheada.
Sin objetivos ni referentes
El verdadero problema para todos los que protestan es cuál puede ser el objetivo de la iniciativa. No se ven nuevos líderes democráticos y liberales en el horizonte, excluyendo el bloguero Aleksev Navalny que de todos modos provoca desconfianza en muchos.
Para no apoyar al partido del poder, Rusia Unida (llamado el "partido de los ladrones y estafadores", incluso por Navalny), los descontentos han terminado apoyando las formaciones que tenían alguna posibilidad de entrar a la Duma (Cámara baja) y hacer sentir su voz. De allí que los liberales demócratas del líder nacionalista y racista Vladimir Zhirinovsky y los comunistas de Gennadi Zyuganov hayan conquistado el segundo puesto.
Pero entre la juventud dorada y enojada de los cafés moscovitas y el coriáceo comunista hay poco en común. Entre las acciones más ruidosas de Zyuganov se registra la carta abierta enviada al presidente Medvedev en ocasión del peregrinaje anual de los exponentes del PC a la tumba de Stalin. El principal reclamo de Zyuganov es "reestalinizar la sociedad rusa". Para tranquilizar a todos, el líder comunista precisó que, en caso de victoria, la aplicación del programa se haría "sin represión".
Corriere della Sera
Traducción de G. Z..
 

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