18 de julio, crimen contra la humanidad
La Argentina sufre el triste privilegio de ser el primer país del
continente americano víctima del terrorismo suicida. Diez años antes del
ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, hicieron volar la embajada
de Israel en Buenos Aires, con tres decenas de muertos, entre ellos un
cura párroco, trabajadores de la construcción, vecinos y
circunstanciales peatones. La impunidad -respaldada por cuotas de
negligencia, ineficacia y complicidad- estimuló la repetición de la
siniestra proeza. El 18 de julio de 1994 otro suicida hizo volar la
AMIA, y esa vez el número de muertos ascendió a casi nueve decenas.
En estos momentos se ha iniciado una campaña mundial para que la salvaje
forma de asesinato masivo con la nueva arma llamada "suicida" sea
condenada como un crimen contra la humanidad. La verdad es que el
terrorista suicida, u homicida suicida, o criminal suicida, no debe ser
siquiera asociado con el kamikaze japonés. El kamikaze era un soldado
que vestía uniforme, respondía a las órdenes de un Estado reconocido y
atacaba únicamente objetivos militares, con la mayor precisión de la que
era capaz. En cambio, el fundamentalista suicida no viste uniforme, no
responde a ningún Estado y su objetivo mayor es asesinar civiles
indefensos. La diferencia resulta abismal y corresponde ajustar nuestro
lenguaje. Tampoco son siempre militantes, sino jóvenes sometidos al
lavado de su mente por parte de jerarcas envenenados de odio que nunca
ponen en riesgo su pellejo ni el de sus hijos. No se registra ni un
terrorista suicida -pero ni uno- que haya cumplido los cuarenta años. Es
decir, a las infernales medallas de los jerarcas habría que agregarles
la cobardía.
Estamos en plena Cuarta Guerra Mundial (computo como tercera a la Guerra Fría, que no fue tan fría, porque se cobró escalofriantes ríos de sangre). Esta Cuarta Guerra no ha tenido un comienzo claro y quizá no tenga un fin formal ni inmediato. Es distinta y desafía los códigos y supuestos que caracterizaban a las conflagraciones anteriores. Se extiende por todo el mundo, sin aceptar siquiera territorios neutrales. Amenaza a los ciudadanos de cualquier nacionalidad, fe, etnia, ideología o condición social. Su objetivo es devastar la población civil, matar el mayor número de inocentes, incluidos niños, mujeres embarazadas, ancianos, minusválidos, para generar un miedo inhibitorio. Anhela paralizar las respuestas y generar autoinculpaciones: "por algo lo hacen", "responden a las agresiones de Occidente", "son producto de nuestras injusticias o errores".
La autoinculpación es peligrosa para la supervivencia de la civilización, porque ya ha conseguido algunos éxitos. Entre ellos, que a los criminales suicidas se los llame kamikazes o militantes. También, que se urdan justificaciones para sus horribles asesinatos masivos. En consecuencia, seremos responsables por haberles brindado atenuantes que no contribuyen a disminuir su virulencia, sino a incrementarla. La memoria humana comete fechorías, como por ejemplo hacernos olvidar que también el nazismo esgrimía racionalizaciones para pretender venganza, "espacio vital" y limpieza étnica. También se lo quiso entender e incluso satisfacer con concesiones. Chamberlain y Deladier creyeron que así salvaban la paz del siglo. Pero sólo consiguieron poner al desnudo la debilidad y lentitud de las democracias. El nazismo no devolvió atenciones cordiales, sino redoblados ataques que llevaron a la ruina de Europa. Si el ingenuo Chamberlain, en lugar de revolear su sombrero ridículo, hubiera ordenado responder con la máxima severidad a las insolencias de Hitler, la humanidad no hubiera perdido tantas vidas. Tuvo que hacerlo Churchill, pero era tarde.
Frente a los atentados suicidas, urge proceder con decisión en todos los frentes. Deben ser condenados quienes inspiran el odio, lavan el cerebro y mandan a asesinar en masa. La cultura terrorista de la muerte no merece la menor concesión, porque estos justificativos son parte de su combustible.
Hay suficientes elementos jurídicos para considerar los atentados suicidas como crímenes contra la humanidad. A partir de 1945 se han promulgado varios tratados que definen los crímenes contra la humanidad, comenzando por la Carta de Nuremberg, artículo 6, inciso c.
Allí se dice: "El asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación u otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, antes o durante la guerra?" son crímenes contra la humanidad.
Otro eslabón fuerte es el estatuto de la Corte Penal Internacional, que entró en vigencia el 1° de julio de 2003. Contiene las últimas codificaciones sobre estos delitos. Define como crimen contra la humanidad "la participación en un ataque generalizado contra una población civil y con el debido conocimiento de dicho ataque". Puede ser responsable de semejante delito un Estado y también una "organización que alentara o promoviera dichos ataques".
La tendencia que prevalece en el derecho internacional indica que las personas responsables de violaciones graves a los derechos humanos incluyen a los que ordenan, planifican, aprueban, instigan y prestan colaboración. Tienen responsabilidad individual por sus actos y deben ser llevados a la Justicia.
Para esta legislación ya carecen de mérito las justificaciones cómplices de los atentados suicidas, tales como decir que se hacen en represalia por otras violaciones de los derechos humanos. A quienes opinan de esa forma, les sugiero remitirse al artículo 33 de la Cuarta Convención de Ginebra y al artículo 56 del Protocolo I, que prohíben en forma categórica las represalias contra civiles. También carece de mérito argumentar que son parte de la lucha por la liberación nacional, porque el artículo 14 del mencionado Protocolo I adicional también los condena por la misma razón. No vale argumentar que responden a la disparidad de poderes entre las facciones, porque la Convención reafirma que la desigualdad de recursos no invalida la aplicación del derecho internacional humanitario a favor de los civiles. En otras palabras: no hay excusas para cometer atentados contra civiles, no hay excusas para ser permisivos con los criminales suicidas, no hay excusas para los instigadores del odio ni hay excusas para llamar mártires a los asesinos, porque en verdad los mártires son los civiles inmolados arbitrariamente por sus alevosas bombas.
El gobierno argentino tiene suficientes credenciales para liderar, en nombre de nuestro pueblo, una campaña continental para que los atentados suicidas sean condenados como crímenes contra la humanidad. No hacerlo entraría en contradicción flagrante con su campaña a favor de los derechos humanos y sus manifestaciones de indignación por los dos crímenes suicidas masivos perpetrados en Buenos Aires.
Como ilustración que ayude a completar nuestros razonamientos con un ingrediente humano, cierro esta columna con un párrafo breve, documental, del libro Asalto al paraíso:
"A Sebastián le faltaban veinte días para cumplir seis años de edad. Rosa, su madre, había conseguido turno en el Hospital de Clínicas para esa mañana. Vivían en la provincia y nunca habían estado en el Hospital. Llegaron a la Chacarita puntualmente y siguieron en subterráneo hasta la estación Pasteur. Sebastián se sintió feliz de conocer el famoso subterráneo y sus escaleras automáticas. Mientras caminaban por la calle Pasteur pasaron junto al patrullero sin conductor ni acompañante, abandonado por los dos policías que también, puntualmente, desaparecieron del lugar como si alguien les hubiese transmitido la orden de marcharse. El pequeño Sebastián apretó la mano de su mamá cuando escuchó un fuerte ruido. Eran dos obreros que vaciaban escombros en el volquete ubicado junto a la AMIA. Luego de ese instante la mujer fue empujada por un soplido colosal que la hizo caer junto al cordón de la vereda. Olió nafta quemada. Se incorporó apenas, horrorizada, con una mano llena de sangre y los huesos del brazo expuestos. Su hijito no estaba. Miró hacia atrás y lo vio tendido en el pavimento, delante de una pareja que unos segundos antes también se había asustado por el ruido que habían hecho los trabajadores al arrojar su carga dentro del volquete; tanto el hombre como la mujer parecían desmayados o muertos. Rengueó hasta Sebastián, atenazada de dolor, y no pudo alzarlo. Vio a un hombre corriendo y le pidió ayuda a los gritos. Nadie la escuchaba. El humo ahogaba y era imposible entender qué había sucedido. Rosa intentó alzar otra vez al niño con su brazo sano, pero la impotencia la obligó a cambiar de recurso y corrió a los saltos hacia la esquina, donde terminaba el humo, para encontrar quien la ayudase".
Sebastián es una de las 85 vidas que asesinó el homicida suicida enviado por las siniestras organizaciones fundamentalistas que deliran con devastar la civilización, la democracia y la libertad de todo el planeta. A estas vidas se deben sumar las casi tres decenas del atentado anterior. Para los que consideran que esos crímenes son políticos, conviene recordarles que la AMIA es una mutual argentina, destinada sólo a prestar ayuda educativa y social. Por eso es un crimen sin atenuantes. Por eso es un crimen contra la humanidad. Por eso nuestro gobierno tiene por delante una formidable misión. .
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