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miércoles, 20 de noviembre de 2013

CHILE. GOLPE DE ESTADO 11.09.73


El día que derrocaron a Allende

Por Albino Gómez
Para LA NACION
El 11 de septiembre de 1973, después de escuchar, en Santiago, Chile, la proclama golpista, decidí dirigirme a las oficinas de la embajada argentina, en Huérfanos y Ahumada, en lugar de instalarme en la Consejería Cultural a mi cargo, a pocas cuadras de aquellas oficinas, para no quedar aislado. Apenas llegué, con mis colegas pudimos ir siguiendo todas las alternativas del ataque aéreo a La Moneda, sede del gobierno, por medio de un potente equipo de radioaficionado, a través de las órdenes dadas desde la torre de control a cada piloto para que los Hawker Hunters la sobrevolaran en un "vuelo seco" -es decir, sin disparar sus rockets- seguido de inmediato por otro en el que tenían orden de hacerlo. Así, oíamos pasar en vuelo rasante y ensordecedor los aviones de combate y, luego, el poderoso estruendo del disparo. Era estremecedor saber que eso implicaba el incendio y la destrucción de La Moneda y la segura muerte de la gente que estuviera adentro.
Allí permanecimos durante toda esa jornada de acciones bélicas hasta casi las cinco de la tarde, hora en que los carabineros nos pidieron que abandonáramos el edificio, ofreciéndonos custodia hasta nuestros autos. El palacio gubernamental había sido incendiado y casi destruido. Se había decretado el estado de sitio y la ley marcial. El toque de queda indicaba que ya no se podría circular hasta el nuevo día.
Es muy difícil describir lo que fue ocurriendo en la residencia del embajador argentino, en la avenida Vicuña Mackenna, a partir del 12 de septiembre, cuando quedé a cargo del eventual otorgamiento de refugios, con la colaboración de dos colegas.
Mediante prudentes negociaciones con el jefe de turno de la guardia de Carabineros, a cargo del portón de entrada, fuimos logrando que se permitiera el ingreso de personas que acudían en busca de protección. Lo hacían con discreción, entrando siempre de a una o, a lo sumo, de a dos o de a tres. A veces podía tratarse de un grupo familiar, como cuando entró una señora joven, seguida en fila india por cinco niños en escalera, muy pequeños, todos comiendo helados y portando globos, como en una fiesta de cumpleaños. Me pareció tan sorprendente como desgarrador, porque, aunque los ubicamos en el mejor lugar posible de la residencia, me dolía pensar en la incertidumbre que se avecinaba en sus vidas. Cuando el portón de acceso estaba cerrado -los guardias decían que habían recibido órdenes de mantenerlo así por razones de seguridad-, el secretario de la embajada, Félix Córdova Moyano (hoy, embajador), y yo nos acercábamos a conversar con las personas que intentaban entrar. Generalmente, conseguíamos hacerlas pasar. Cuando no lo lográbamos, les indicábamos que fueran al Consulado, a pocos metros de allí, como para realizar algún trámite de rutina. Una vez dentro del edificio, el cónsul general, Héctor Sainz Ballesteros (que después fue embajador y hoy, lamentablemente, ya no está entre nosotros) les abría una puerta trasera que daba directamente a los jardines de la residencia, donde los recibíamos para otorgarles refugio.
Algunas personas llegaban al portón, alegaban que habían sido citadas por Félix o por mí y mandábamos a alguien para que las buscara. Si surgía el inconveniente de la negativa, debíamos apersonarnos para hablar con los guardias o con su jefe. Los oficiales no eran tontos. Sabían que estábamos dándoles refugio, pero en realidad las autoridades chilenas que detentaban el poder desde el 11 de septiembre estaban mucho más interesadas en detener a dirigentes importantes que a ciudadanos anónimos, no obstante lo cual, miles de éstos perdieron la libertad o la vida.
La represión era muy dura, y todos los días había violentos allanamientos. Tuvimos que hacer gestiones vinculadas con argentinos que habían sido llevados al estadio Nacional. Pasábamos horas tomando declaraciones, como correspondía con todos los que lograban entrar en la residencia, y debíamos ocuparnos de todos los problemas personales y oficiales que se derivaban de esa presencia creciente y masiva de refugiados. En cuanto a las declaraciones, que teníamos que registrar y enviar a nuestro ministerio en Buenos Aires, de ellas debía surgir que sus vidas o sus libertades corrían serios peligros, lo cual nos permitía recomendar el otorgamiento del asilo buscado.
En un determinado momento, los agregados militares comenzaron a decir que habíamos transformado la embajada en una sucursal del Kremlin, lo cual, además de constituir un error conceptual, no podía tener otro origen que la total ignorancia de lo que ocurría, o una gran idiotez. Por supuesto, se asilaba a gente que, en su mayoría, podía considerarse de izquierda, aunque se trataba de una izquierda tan variopinta que tenía incluso militantes antisoviéticos.
Por otra parte, no era necesario tener ideología o militancia de izquierda, porque el solo hecho de ser latinoamericano residente en el Chile de Allende era suficiente para resultar sospechoso. Nosotros sabíamos muy bien a quiénes teníamos como refugiados. Había tipos bien pesados y gente inocente, aunque aterrada. Pero los pesados no disimulaban su condición ni su prontuario terrorista o secuestrador. Lo exponían hasta con orgullo "profesional" (por ejemplo, algunos brasileños que habían obtenido su libertad en canje por la liberación de algún embajador alemán tomado como rehén a tal efecto). No lo ocultaban: eso constaba en nuestro informe.
A las mujeres embarazadas y a los niños les dimos un espacio reservado y aislado en el anexo del primer piso, donde había habitaciones para huéspedes, lo cual les daba más tranquilidad y facilidades sanitarias. De todos modos, era desgarrador ver a esas mujeres que parirían a sus hijos vaya a saberse en qué circunstancias y adónde.
Sabíamos que existían pleitos y peleas entre los integrantes de ese conglomerado humano que íbamos albergando, pero más allá de muchas diferencias políticas e ideológicas entre ellos, los problemas estaban, fundamentalmente, determinados por la enorme tensión que padecía toda esa gente. Sobre su futuro sabían poco, y sobre sus bienes, ignoraban si alguna vez podrían recuperarlos. La suya era una triste o trágica letanía de incertidumbre, de inseguridad, de desesperación. Especialmente la de los no militantes, porque ni siquiera podían sentirse compensados por haber llegado a esa situación en cumplimiento de sus deberes como tales, en pos de sus ideales.
Todos los días teníamos que atender situaciones humanas muy tristes, cuando no muy dramáticas. Nos resultaba difícil cumplir roles para los que no estábamos preparados, como los de paramédicos o psicólogos, o el de consejeros familiares y de vida. También era muy difícil acostumbrarse a la atmósfera creada por la presencia continua de esos centenares de personas que no podían higienizarse debidamente, con ropas que no habían podido cambiarse. Todo eso durante muchos días, las veinticuatro horas, en un lugar cerrado, con la única posibilidad de salir alguna vez al jardín...
Sentíamos impotencia frente a los problemas que se les habían creado a esos refugiados, más allá de haberlos podido mantener a salvo.
En un momento dado, llegaron a ser más de cuatrocientos. Al menos, hasta el día en que dejé mis funciones, por exclusiva decisión de nuestro gobierno, que ordenó mi regreso, el del secretario de embajada Córdova Moyano y el del cónsul general Sainz Ballesteros.
Cuando el tercer triunfo de Perón trajo de la mano a López Rega y a Vignes (el ex tortuoso canciller), la influencia de nuestros agregados militares creció y fue la que determinó que quienes estábamos a cargo de todo esto debiéramos abandonar nuestras funciones -seguramente, por considerarnos demasiado abiertos y complacientes con los refugiados- y volver a Buenos Aires en un plazo de 24 horas. Quedó muy claro que en esa decisión ninguna intervención habían tenido las autoridades chilenas, que nunca habían impugnado nuestra actividad, totalmente enmarcada en la ley y en nuestras tradiciones humanitarias del derecho de asilo. .
El autor -escritor y diplomático- era en la época de los hechos narrados consejero cultural de la embajada de la Argentina en Santiago, Chile.

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